“Échate sobre mi regazo,” le digo. “Boca arriba.”
Ella hace tal como le digo, pero sin llamar mi atención. Le ordeno que abra sus piernas. Está desnuda y yo, vestido. Esto es bastante perverso, pero sabe que lo que viene a continuación la despojará de cualquier modesta pretensión.
“Más abierta,” insisto. Pone su brazo sobre sus ojos, como una ostra con su cabeza en la arena. Separa sus muslos sólo unos centímetros. Los agarro y, con firmeza, los separo mucho más.
Empiezo a hablarle. Está muy mal que ella esté siendo examinada detallada y exhaustivamente. Dicho con exactitud, lo que veo y lo que siento sobre esto, es infinitamente peor. Mis palabras la previenen de concentrarse profundamente en sí misma o que pretenda no estar realmente aquí, que es otra mujer la que esta echada sobre mis piernas. Las palabras de T. S. Elliot vienen extrañamente a mi mente: “La noche se extiende por mi mente, como una paciente anestesiada sobre la mesa,” pues así es como ella está, excepto que en vez de estar bajo el bisturí de un cirujano, puede sentir el resplandor de mi mirada penetrante, como una fuerza física.
“¿Cuánto tiempo hace que te rasuraste?” le pregunto. “Los labios de tu coño pinchan ligeramente al tacto. No es una sensación agradable, pero los prefiero más suaves.”
Ella duda en responder, como si mis palabras tardaran mucho tiempo en llegarle.
“No lo sé. Hoy, no. Creo que ayer.”
“Bien, lo veremos más tarde,” digo. “Lo haré por ti.”
Es un gran placer para mí realizar este servicio. Es un acto intrusivo y parte del placer, para mí, está en la superación de su timidez. Pero, me consta que a ella le gusta el placer de ser mimada en exceso.
“Me gusta el color de tus labios,” digo, señalándolos, tirando de ellos suavemente, frotándolos entre mis dedos índice y pulgar. “Es como una rosa, como el coral.”
Le digo que entre los labios de su coño puedo ver unas pequeñas gotas de humedad transparente. “Tu coño está babeando,” le digo.
Separo los labios con mis dedos para que los labios menores se desplieguen como pétalos. Le describo lo profundo y oscuro del color púrpura de la entrada de su vagina. Pongo los dos primeros dedos de mi mano izquierda en ambos lados de su clítoris, presionándolo hacia arriba, sacando su minitallo. Se trata de un delicado color pálido, como una pequeña perla.
“Tu clítoris está hinchado,” le digo. “Está congestionado. Creo que sabemos por qué.”
Pongo el dedo índice de mi mano izquierda en su coño para humedecerlo, luego lo froto ligera y suavemente dentro de su vagina. Ella suspira.
“Te gusta, ¿verdad?”
Ella no dice nada. Vuelvo a meter mi dedo en su coño y, luego, lo saco una vez más.
“Mírame,” le digo.
Ella mueve su brazo ligeramente y abre un ojo. Pongo mi dedo debajo de mi nariz y lo huelo con delicadeza, luego lo pongo en mi boca y lo chupo.
Se coge la nariz con su mano y la mueve: “No lo haga, por favor,” me dice.
“Ahora, hazlo tú,” la digo. “Mete tu dedo en tu coño y, luego, lo hueles.”
“No,” dice. “No puedo hacerlo.”
Le doy un cachete en su terso pubis con la palma de mi mano. Ella chilla.
“Haz lo que te he dicho,” le ordeno.
Ella duda, pero, por fin, introduce un poco su dedo en su vagina.
“Haz lo que te he dicho,” insisto.
“¿Tengo qué…? Creo que es grave.”
Levanto mi mano, preparada para darle otra vez un cachete en el mismo sitio.
“De acuerdo, de acuerdo,” dice ella. Se lleva su dedo a su nariz. El gesto de su rostro muestra su elocuente contrariedad.
“Ahora, chúpatelo hasta dejarlo limpio,” digo.
Ella hace un gesto con su cara, pero lo hace.
“Es un escándalo con tantas secreciones corporales,” digo. “Ahora, vuélvete.”
“Por favor, Señor,” dice ella, “usted lo ha visto todo. ¿Me quiere penetrar ahora?”
“No,” le contesto. No lo haré.”
La agarro y le doy la vuelta. “No te muevas,” le digo amenazándola. “Voy a echarle un vistazo al agujero de tu trasero.”
Separo las nalgas de su trasero, dejando al descubierto el pequeño círculo oscuro entre ellas. Ella gime de vergüenza.
“Qué contraste,” digo. “Dos bocas un poco diferentes. Tu coño es sensual, de labios gruesos, segregando, con la ansiedad de ser alimentado por una polla. Y el agujero de tu culo está con los bordes apretados, remilgadamente fruncidos. Uno es la boca de una puta, el otro de una criada vieja. Y, sin embargo, pueden abrirse forzadamente y aceptar lo que se les ofrezca. Dándole la debida persuación, he pensado que el agujero de tu culo puede ser muy codicioso también.”
Ella hace un ruido incoherente de protesta. Humedezco mi dedo en su coño resbaladizo y, a continuación, lo deslizo en el interior de su ano, disfrutando de su mojigata resistencia.
“Creo que voy a encabronarte,” digo. “Tengo mi estado de excitación a punto.”
Voy a trabajar con los dedos, la lengua y mucho lubricante para ponerlo suave. Al final, me alegro de que ella esté preparada y mentalizada.
“¿Lo quieres ahora, verdad?”
“¿Qué?” pregunta ella, haciéndose la ausente.
“Que quieres ser penetrada por el culo.”
Hay una larga pausa.
“Sí,” dice ella.
Quisiera ser yo...
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