Le impuse una tarea. Pudieras pensar que era relativamente simple. Tenía que masturbarse durante dos minutos y, a los dos minutos en punto, tenía que empezar su orgasmo. Ella pensó para sus adentros: “Sí, puedo hacerlo perfectamente.” Después de todo, en el pasado, lo había conseguido hacer en menos de un minuto.
Ella había estado muy excitada, por dentro y por fuera, durante todo el día. Era fascinante porque cada vez que sus pensamientos vagaban hacia algo remotamente sexual, podía sentir la agitación entre sus muslos. Espasmos agudos, retorsiones de excitación y necesidad. Así fue cómo ella se encontró a si misma más tarde aquella noche, hablando por teléfono conmigo, su dominante, cuya voz le hacía perder cualquier atisbo de autocontrol que hubiera tenido y convertirse en nada más que un ser balbuceante, un pequeño y desordenado culo de follar que sólo podía pensar en gritar su liberación.
La fantasía que, yo le estaba comentando a su oído, estaba fácilmente incendiando su ya húmeda vagina. Cada palabra que le pronunciaba, era equivalente a la insistencia suave de mis dedos acariciando su clítoris y la burla de su carnoso botón lleno de sangre que respondía con demasiado entusiasmo. Ella se estaba retorciendo en el sofá, medio desnuda, sus piernas abiertas de par en par y su propia exposición sin ningún motivo, vergüenza ni cuidado.
La cuenta atrás de los dos minutos empezó.
Ella se tocaba a sí misma, construyendo furiosamente sobre ese tono febril. Cada parpadeo y maceración de sus dedos contra su ya sensible clítoris la estaba llevando a buscar el límite. Sí, sabía dónde esperar. Ya había estado en ese principio antes y forzada a permanecer, justo tambaleándose, hasta que la orden fuera pronunciada. Ella sabía que iba a llegar, lo sabía, lo tenía a su alcance. Todo lo que ella necesitaba era esa orden…
La orden llegó.
Ella se abandonó en el orgasmo que estaba tan completamente segura de que iba a suceder. No llegó. Se acercó con mucho ahínco, casi “agarrándolo,” y no consiguió nada. La liberación que tan desesperadamente quería, se le escapó en el último segundo.
Ella gritó…y luego, las lágrimas fluyeron. Lágrimas de frustración e innegablemente de enojo, desgarradora necesidad que no se saciaba. Si había fallado, no le permití que empezara de nuevo. No, esta vez, no. Ella, literalmente, sollozaba mientras sus dedos rotos arrancaron y rasgaron la manta cercana a ella, sus rodillas levantadas casi dolorosamente. Todo su interior estaba clamando por liberarse. Ese borde, ese límite encantador y bendito en el que ella se estaba tambaleando, se había esfumado. Era como si se hubiera arrancado bruscamente la piel de su cuello y dejada al lado, siendo solamente capaz de mirar hacia atrás y ver dónde sus pies habían tocado brevemente.
“Sí, soy una puta responsable y necesitada. Admito que mi propia vulnerabilidad es mi sexualidad. En ella, he encontrado a mi propia enemiga. Cualquier dignidad que yo haya podido tener ha sido violada cuando estoy bien y plenamente excitada, puesto que no tengo orgullo, ni modestia ni ego. En estos momentos, no soy nada más que una mujer que es como un animal. Mi mente se lava y lo que se queda es la criatura pura y primaria que sabe que nada existe actualmente que sea más urgente que el placer que fluye y ondula a través de su hambre y su mente. Yo lo bebo. Lo celebro. Llena cada grieta y fisura de mi imaginable vacío. No hay manera posible de ser más completa y no hay ninguna área de desbordamiento. Algo tiene que dar. Una liberación tiene que suceder, mi cuerpo pide que suceda…” Yo la seguía escuchando.
Dos minutos.
La orden llegó. Su cuerpo falló
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