“Quédate ahí,” la digo.
Yo la miro durante unos minutos mientras ella
permanece de pie ante mi sillón, completamente vestida. Ella no me mira a los
ojos. Unas veces me mira, otras, mira hacia otro lado, en otro momento echa su
mirada a lo lejos.
“¿No te gusta que te mire, ¿verdad?”
Ella lo niega con la cabeza.
“Sin embargo, creo que hemos acordado que tu cuerpo
es de mi propiedad,” digo. “Y si un hombre no puede mirar a lo que es suyo
cuando él quiera, ¿qué sentido tiene ser su dueño?”
Ella no dice nada.
“En breve, voy a decirte que te quites algo,” le digo. “Eventualmente,
te lo llegarás a quitar todo. No tengo prisa. “
La miro durante otro par de minutos.
“Quítate tus zapatos,” le ordeno.
Me imagino que esto no era lo que ella estaba esperando. Son unos zapatos
muy bonitos, tacones de aguja, negros y brillantes. Se quita los zapatos. Sus
pies están descalzos. Las uñas de los dedos de sus pies están pintadas de rojo
brillante. Le mandé que lo hiciera el día anterior.
“Me gustan tus pies,” le digo. “Me gustaría verlos hacer cosas.”
No le digo cuales. Pues la semana pasada le mostré un vídeo porno de
una mujer masturbando a un hombre con su pie, por lo tanto, ella sabe lo que
está pasando por mi mente. No estoy seguro de que ella sienta lo mismo que yo
con respecto a su pie.
“Muy divertido,” le digo. “Ahora, tu falda.”
Hay otro periodo de silencio. Luego, hablo de nuevo.
“Quítate algo más. Algo que tú creas que me gustaría ver quitado,” le
digo.
Ella duda durante un momento, luego se quita su brazalete y lo deja
caer en mi regazo. Es un breve momento de desafío. La admiro por ello, pero voy
a hacérselo pagar. La trataré inmisericordemente.
“Muy divertido,” digo. “Ahora
tu camisa.”
Ella desabrocha los botones despacio y la deja caer al suelo. No lleva
sujetador, solo una camisola a modo de top, de seda color pálido. El contorno
de sus pezones se muestra plano a través del tejido.
“Puedo ver tus pezones,” le digo. “Se han puesto muy duros. Me
pregunto, ¿por qué es esto? ¿Tienes frío?”
“No,” dice ella en voz baja. Se está sonrojando ligeramente.
“Fuera la falda,” le digo. Es una falda plisada de color negro,
cortada justo por encima de la rodilla. Una prenda eminentemente respetable.
Pero, si sabes cómo y dónde mirar, siempre hay una puta debajo de ella. Desliza
la cremallera, desabrocha el botón de la cintura y la deja caer.
Sus bragas son pequeñitas, no tipo tanga sino con unas estrechas
cintas a juego en la parte superior, el triángulo de seda pálida en la parte
delantera apenas oculta su sexo.
La mira arriba y abajo. Ella no quiere, por ahora, captar mi mirada.
“Dime,” le pregunto, “¿cuándo te pones ropa interior como esa por la
mañana, asumes que antes de que termine el día, un hombre te estará mirando?”
Ella está apoyada ligeramente sobre una pierna, sus brazos caídos a lo
largo de sus costados, su cabeza inclinada y girada un poco lejos de mí, como
si no fuera capaz de soportar la intensidad de mi control.
“Lo que quiero decir,” continúo, “es que seguramente no estás llevando
esas prendas para abrigarte, puesto que su escasez de tejido no tiene ninguna
eficacia ante el frío.”
Ella no responde.
“Ni las tiene que usar por razones de modestia,” le digo, “puesto que
no la ofrecen.”
Ella sigue sin mirarme.
“De hecho,” digo, “son semi transparentes. Puedo ver tus pezones que
sobresalen por debajo y si miro cuidadosamente, puedo ver debajo de tus bragas
la leve línea del bello púbico que delimita y transluce tu arbusto íntimo.”
Sé que a ella no le gusta que yo le hable
sobre esto. He tenido algún problema al persuadirla de que debería rasurarse de
acuerdo con mis exactas especificaciones.
“Además,” prosigo, “si no estoy
equivocado, incluso puedo percibir el contorno de los labios de su coño.”
En esto,
ella vuelve sus ojos hacia mí, con una mirada silenciosa e implorante, como si
dijera, “pare, por favor, usted sabe lo que esto me está haciendo sentir.” Por
supuesto, es precisamente porque sé lo que quiero, prosigo.
“Acércate,”
le ordeno.
Ella se
acerca, de una manera claramente reacia.
“Si yo fuera
una mujer,” le digo, “y quisiera que un hombre me follara, la primera cosa que
haría es comprar una ropa interior como la tuya.”
Extiendo la
mano y lentamente acaricio el pequeño parche de seda entre sus piernas. Ella se
estremece.
“Por lo
tanto,” debo preguntarte, “¿qué es lo que esperas? ¿Qué yo debería ver lo finas
que son tus ropas interiores y llegar a la conclusión de que quieres ser
follada y luego actuar en consecuencia?” le pregunto.
“No sé,” dice ella.
Sé que esta clase de inspección e interrogatorio
le molesta. Está incómoda, avergonzada por ser el centro de atención. Pero,
también sé que esto no es todo. Existe otro efecto, que va mucho más allá con
la humillación, la objetificación, la calculada y deliberada afrenta de su
modestia.
“En un momento, voy a poner mi mano
dentro de esas diminutas bragas, las que ocultan tan poco de lo que hay entre
tus piernas. Voy a sentir tu pequeño y querido coño, ese pequeño y dulce punto
del que no te gusta que te hable.”
Y, de hecho, no le gusta. La última vez
que traté de decirle lo bonito que era su coño, lo mucho que me gustaba
mirarlo, ella puso sus manos sobre mis labios para que dejase de hablar.
Deslizo mi mano por la parte delantera
de sus bragas. Sé que voy a encontrarlo húmedo. Ella sabe que lo sé. Ella haría
cualquier cosa para alejarse, pero su cuerpo la traiciona. Deslizo mi dedo
entre los delicados labios rojos y lo introduzco dentro de ella. Ahora se está
ruborizando más. Muevo mi dedo un poco, luego lo saco. Se lo enseño para que lo
vea.
“Hay una sorpresa,” le digo. “Mi dedo
está todo mojado y resbaladizo. ¿Cómo puedes explicar esto?”
Ella lo
niega con la cabeza.
“Yo tengo
una explicación,” le digo. “Pero, espero que no quieras oírla. ¿Cómo lo diría?
Tal vez, ¿no eres tan modesta como te gustaría parecer?
“Eres tú
quien me pones de esta manera,” le digo.
“¡Oh¡ no voy a negar de que yo juego por mi parte,” le digo. “Pero, se necesitan dos personas para bailar un tango. Ahora
quítate tus bragas y ponte sobre mi regazo. Quiero echarte una buena ojeada.”
Estoy
viendo como ella se despoja de la parte superior y de sus bragas. Ella se ha
echado sobre mí, boca arriba y pone su brazo sobre sus ojos. Ella no tiene más
remedio que someterse a esta inspección, pero no puede soportar el verla. Separo
sus muslos y escruto lo que tengo delante de mí.
“Es
hermoso,” digo, poniendo una mano sobre su coño. Nunca me canso de mirarlo ni
de tocarlo.”