Recuerdo un día, cuando yo
apenas tenía siete años, que había subido a un árbol y no podía bajarme. Me las
ingenié para hacerlo por mí mismo hasta la mitad, pero, al final, me encontré
colgando de mis manos con todo un camino para subir. No tenía fuerzas ni para
mover mis pies y mis brazos temblaban por el esfuerzo.
Finalmente, decidí tirarme
y solté mis manos de la rama en la que estaba colgado. Nunca olvidaré la
sensación de libertad y dejarme ir mientras sentía cómo la rama se escapaba de
mis manos. Tomé la decisión de dejarme caer y, a pesar de que al toparme el
suelo, me golpeé y me lastimé el coxis, todavía recuerdo la inmensa sensación
de libertad de los latidos de mi corazón mientras me estaba cayendo.
Yo me había soltado y no
tenía nada más que hacer. No tenía ningún sentido que me preocupara por lo que
sucediera, ya que iba a pasar al margen de lo que yo pensara. Ha habido muy
pocas veces en mi vida en las que me haya sentido tan libre.
Desde tu interior más
profundo, siento el deseo de la misma sensación de libertad; donde las
preocupaciones prometen ser vencidas, donde los propósitos y las metas son
palabras vacías, donde tu alma, como una hoja en la tormenta, gira hacia la
salvación al final del túnel.
Permíteme acariciar la
hoja en mis manos. Permíteme soplar suavemente sobre ella y reír de alegría a medida
que gira alrededor de mi cabeza. Permíteme ser lo suficientemente fuerte,
vigilante, confiado para mantenerla a salvo.
Sí, recuerdo la sensación
de libertad que vislumbré cuando yo era un crío.
Recuerdo.
Y, sin embargo…
Y, sin embargo, elijo en
permanecer erguido en medio de la tormenta, enfrentándome a los truenos
ensordecedores y a la nieve cayendo como agua nieve. Elijo coger tu mano con la
mía y mantenerte caliente.
Porque, cada vez que me
sonríes, vislumbro esa misma libertad en tus ojos.
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