Cuando mi hijo era pequeño, un
amigo mío le regaló el libro “El árbol de dar,” pero nunca lo llegamos a leer del todo,
porque tendía a dejarnos un poco triste. Allí estaba el árbol, dispuesto a dar
todo lo que tenía al niño, hasta que finalmente, dió todo lo que tenía de sí
mismo al niño, el tocón de repuesto. Con esa madera, el niño hizo un barquito y navegó lejos. En su vejez, el muchacho retornó al árbol y este estaba preocupado
porque no había dejado nada para darle. Pero, el muchacho era ahora un hombre
viejo y el muñón le sirvió, de nuevo, como asiento. El muchacho y el árbol eran
uno. Ya ves, es un poco triste, ¿verdad? A pesar de todo, ¿no es así al final
de la vida?
Quizás, la cosa más grande de la
condición humana es que casi todos los padres han construido el deseo de
anteponer las necesidades de sus hijos. La mayoría de los padres estamos
dispuestos a poner las necesidades de nuestros hijos por encima de las nuestras
y nos iremos sin nada, si ello significa que nuestros hijos tengan
oportunidades, buena salud y felicidad. Los padres no aprendimos a criar a
nuestros hijos con un libro de normas bajo el brazo y nadie nos dijo que esta
es la manera que tiene que ser. Está incrustada en nuestro interior. Es nuestra
respuesta natural.
Es bien sabido por mis lectores
habituales que, en una relación de poder, tanto el dominante como la sumisa se
entregan mutuamente el uno al otro, de acuerdo con sus roles y que ni la sumisa
ni el dominante es más importante que el otro. Dicho esto, quiero considerar
hoy que la mujer sumisa es, en relación con su impulso natural a entregarse o
darse, como los padres y árbol.
Una mujer sumisa quiere agradar. Quiere
ser una con su hombre y se esforzará todo lo que pueda para conseguir ese
estado feliz de las cosas. Su dominante le pedirá que le obedezca y, lo hace,
independientemente, de que ella pueda hacerlo mejor o peor. Ella acepta su
liderazgo con la confianza en su habilidad para dirigir la relación – a ella -,
pero consciente del hecho inevitable que él, de vez en cuando, se equivocará en
sus juicios. Sin embargo, ella le sigue. Algunas veces, a través de los
abismos, perdonándole y siguiéndole otra vez. Lo hace, a veces, en contra de
sus instintos más profundos y su voz interior que la dice que cometerá un error
al hacerlo. Sus instintos e intuición natural para reconocer un plan defectuoso
con buenos, pero sus instintos para someterse a su voluntad son aún mayores.
Una mujer sumisa es una criatura
muy delicada: el deseo de amar y ser amada con una intensidad ardiente,
dispuesta a entregarse por sí misma una y otra vez, son inconmensurables. Ella es
una mujer buena y noble. Como el árbol, ella sólo es desgraciada si no tiene nada
que dar.
El rol del dominante es dirigir a
la mujer sumisa y, al hacerlo, saca lo mejor de ella y se deleita con ese don. Querer
entregarse como ella lo hace, la posibilidad siempre está ahí para que ella se
entregue por completo: todo menos el muñón. El dominante inteligente se
asegurará de que la mujer sumisa se entregue mucho, porque la sumisa todavía
requiere su identidad en el mundo, sus ramas y sus hojas. La mujer sumisa es
compleja. Algunas veces, necesita la protección del dominante, a partir de su
propio deseo de dar demasiado.
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