sábado, 20 de octubre de 2012

Dar


Cuando mi hijo era pequeño, un amigo mío le regaló el libro “El árbol de dar,” pero nunca lo llegamos a leer del todo, porque tendía a dejarnos un poco triste. Allí estaba el árbol, dispuesto a dar todo lo que tenía al niño, hasta que finalmente, dió todo lo que tenía de sí mismo al niño, el tocón de repuesto. Con esa madera, el niño hizo un barquito  y navegó lejos. En su vejez, el muchacho retornó al árbol y este estaba preocupado porque no había dejado nada para darle. Pero, el muchacho era ahora un hombre viejo y el muñón le sirvió, de nuevo, como asiento. El muchacho y el árbol eran uno. Ya ves, es un poco triste, ¿verdad? A pesar de todo, ¿no es así al final de la vida?

Quizás, la cosa más grande de la condición humana es que casi todos los padres han construido el deseo de anteponer las necesidades de sus hijos. La mayoría de los padres estamos dispuestos a poner las necesidades de nuestros hijos por encima de las nuestras y nos iremos sin nada, si ello significa que nuestros hijos tengan oportunidades, buena salud y felicidad. Los padres no aprendimos a criar a nuestros hijos con un libro de normas bajo el brazo y nadie nos dijo que esta es la manera que tiene que ser. Está incrustada en nuestro interior. Es nuestra respuesta natural.

Es bien sabido por mis lectores habituales que, en una relación de poder, tanto el dominante como la sumisa se entregan mutuamente el uno al otro, de acuerdo con sus roles y que ni la sumisa ni el dominante es más importante que el otro. Dicho esto, quiero considerar hoy que la mujer sumisa es, en relación con su impulso natural a entregarse o darse, como los padres y árbol.

Una mujer sumisa quiere agradar. Quiere ser una con su hombre y se esforzará todo lo que pueda para conseguir ese estado feliz de las cosas. Su dominante le pedirá que le obedezca y, lo hace, independientemente, de que ella pueda hacerlo mejor o peor. Ella acepta su liderazgo con la confianza en su habilidad para dirigir la relación – a ella -, pero consciente del hecho inevitable que él, de vez en cuando, se equivocará en sus juicios. Sin embargo, ella le sigue. Algunas veces, a través de los abismos, perdonándole y siguiéndole otra vez. Lo hace, a veces, en contra de sus instintos más profundos y su voz interior que la dice que cometerá un error al hacerlo. Sus instintos e intuición natural para reconocer un plan defectuoso con buenos, pero sus instintos para someterse a su voluntad son aún mayores.

Una mujer sumisa es una criatura muy delicada: el deseo de amar y ser amada con una intensidad ardiente, dispuesta a entregarse por sí misma una y otra vez, son inconmensurables. Ella es una mujer buena y noble. Como el árbol, ella sólo es desgraciada si no tiene nada que dar.

El rol del dominante es dirigir a la mujer sumisa y, al hacerlo, saca lo mejor de ella y se deleita con ese don. Querer entregarse como ella lo hace, la posibilidad siempre está ahí para que ella se entregue por completo: todo menos el muñón. El dominante inteligente se asegurará de que la mujer sumisa se entregue mucho, porque la sumisa todavía requiere su identidad en el mundo, sus ramas y sus hojas. La mujer sumisa es compleja. Algunas veces, necesita la protección del dominante, a partir de su propio deseo de dar demasiado.

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