De
antemano, él le dijo exactamente a ella lo que quería hacer, hasta el último
detalle. Ella le escuchó con atención, su corazón latía con fuerza. Ella temía
que se le ruborizara la cara y que él pudiera percibir el efecto irresistible que
sus palabras estaban teniendo. Pero entonces, a estas alturas, él lo sabía con
seguridad. Después de todo, este fue el primer punto. Como había conseguido
conocerla, y estaba convencido de sus pensamientos interiores más y más,
incluso, de los que ella estaba avergonzada, ya tenía una idea más clara de qué
era esa excitación, a pesar de ella misma. Él no pretendía saberlo todo; y sin
embargo, no es así y, tal vez, nunca lo haría. Pero, ahora sabía lo suficiente
por haber ganado un poder bastante aterrador para ella, miedo a que él pudiera
obligarla a hacer cosas que, tal vez, nunca haría, cosas que ella temía, cosas
que estaban en el límite y eran hasta un poco peligrosas.
Ella
le dijo al principio, cuando estaban iniciándose en el intercambio de las
listas de cosas que harían y no le gustaban, de que a ella no le importaba la
humillación, no quería decretar ninguno de esos tipos de escenarios. Y luego,
poco a poco, mientras que él hilvanaba cosas al margen de ella, ésta se vio
obligada a admitir que se trataba de una farsa que, de hecho, la humillación la
excitaba más allá de su poder para controlarse a sí misma. Ella admitió que era
lo que más la excitaba.
“¿Es
lo que quieres?” ella preguntó. “En realidad, ¿qué quieres?”
“Sí,”
dijo él. “Es lo que, de verdad, quiero.”
“Muy
bien,” dijo ella. Ésta lo quiso entender como si estuviera haciéndolo por su
bien, justo para agradarle. Pero, ella podía ser honesta consigo misma, a pesar
de que no era del todo honesta con él. Quería que él también lo fuera. Cuando
pensaba sobre ello, sus rodillas temblaban y había una humedad testigo en sus
bragas. Su cuerpo no mentía.
Y
ahora, ella estaba a su merced. Al pasar por el pequeño escenario que él
planeaba, ella quiso decir, “no, por favor, no puedo hacerlo, no puedo. Pues,
sabía que no serviría de nada, ni ahora ni después, de que él hubiese
descubierto la verdad. Por lo tanto, ella escuchó en silencio hasta el final,
cuando él la preguntó lo que pensaba.
En
los días previos, antes de la fecha que él había establecido para el evento,
ella pensaba, una y otra vez, sobre lo que él la había dicho. Algunas veces, deseaba
que no fuera a suceder. Otras, incluso pensaba en suplicárselo, “por favor, no
creo que pueda seguir adelante con esto, por favor, no me lo haga.” Pero, ella
pensaba que si dijese eso, se sentiría defraudada. Porque él sabía lo que ella
era. Sabía lo que le podría hacer que hiciera y la razón por la que podría ser
obligada a hacerlo. No era sólo que él tuviera
poder sobre ella (¡y qué poder tenía!). No, la razón por la que él podía
obligarla a hacerlo, era porque sabía
que ella había pensado mucho sobre esas cosas, había pensado mucho antes de
que, incluso, se hubieran reunidos. Ella no había cambiado. Ahora, la única
diferencia que iba a haber, es que sus pensamientos se iban a hacer realidad.
Aún
así, cuando la dijo que había encontrado un hombre para hacer lo que él
quisiera, ella casi entró en pánico. Lo miró suplicante, medio esperando que
dijera, “¿estás de acuerdo con esto? Porque si no, lo suspenderemos.” Pero, él
no dijo eso. En lugar de ello, dijo: “Es lo que hemos estado buscando. Él será
el adecuado. Le he explicado exactamente lo que puede y no puede hacer.” Ella pensó
en pedirle que pasara de esto otra vez, de lo que puede y no puede hacer.
¿Había cambiado algo? ¿Lo que le había dicho al hombre, era lo mismo que le había
dicho a ella? Pues entonces, pensó que era mejor no saber los detalles. “Sólo
me obsesionaré con esto. Mejor que me ponga en sus manos. En sus manos. Me
someteré, me dejaré llevar. Lo que tenga que ser, que sea. De esa manera, yo no
soy responsable. De esa manera, no podrá culparme de que sea una puta.”
Es
curioso, cómo la palabra llegó a ocupar un lugar central en el proceso. Al
anochecer, conocieron al hombre en un bar. No había mucha gente. Buscaron un
rincón tranquilo. La conversación divagó durante un rato. Entonces, el hombre
le hizo una pregunta directa: “¿Es una buena chica?” “Me temo que no, no,” fue
la respuesta. Y su compañero se volvió hacia ella y dijo, en ese tono que ella
conocía tan bien, y la convirtió en gelatina:
“Muéstrale
al caballero lo que tienes escrito en tu cuerpo.” Y allí mismo, no había la más
mínima posibilidad de que pudiera ser evitado, ella tuvo que levantar su falda,
mirando rápidamente por los alrededores para ver que no la miraban y luego, se
bajó ligeramente las bragas y allí estaba escrita esta palabra en rojo sobre su
vientre: “Zorra.”
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