Era
una noche cálida y suave. Pesada por el aroma de los jazmines y las orquídeas.
La brisa fresca revoloteaba sobre su piel desnuda, acariciándola suavemente. Un
escalofrío de sensación recorrió su cuerpo y, “¡ojalá! hubiera pensado en
llevarme un chal,” pensó ella.
Pero,
no. Él la había dicho cómo deseaba esta ocasión trascendental. La camiseta sin
mangas del vestido de seda blanco abrazaba suavemente su pecho, levantándolo y
empujándolo hacia fuera. Tal como la había dicho. Sin sujetador, sus pezones
estaban duros por el roce de la seda suave, haciéndola sentirse muy consciente
de sí misma y estar al corriente.
Los ligueros blanco, de encaje, sosteniendo las medias blancas la hacía
incómodamente consciente de su estado sin bragas y podía sentir cómo se
humedecía con la simple excitación de pensar en él.
Las
sandalias de tacón alto resonaban en las escaleras de piedra que la llevaban a
la alcoba aislada de la terraza, donde ella se había citado con él. Cuanto más
se acercaba, más preocupada se sentía.
Su respiración se aceleraba bombeando sangre con adrenalina.
Pero
esta noche, ella se iba a encontrar con él por primera vez. Aceptado, habían
pasado mucho tiempo intentando conocerse el uno al otro a través de incontables
horas de comunicación por teléfono y mail. Pero esta noche, la fantasía se iba
a hacer realidad. Mientras ella se acercaba a la terraza, de pronto, sintió el
impulso de salir corriendo, asustada. Sus miedos y sus propias dudas inundaron
su mente. “¿Y si él no me encuentra agradable y atractiva? ¿Y si no aparece?”
pensaba ella.
Admonitoriamente,
recordó que éste hombre no era aquel a quien ella había amado durante toda su
vida. Prometiéndole no sólo su cuerpo, sino también su corazón y su alma. Este
hombre era aquel con el ella había descubierto todo y no sólo se había
comprometido, sino que aceptó a la niña interior que había dentro de ella. En
el borde de la sexualidad y la feminidad y aún, en el borde de la inocencia.
Atrapada por los miedos y las dudas.
Se
acercó a la mesa y él se levantó para recibirla. Incapaz de mirarle a los ojos,
ella bajó la mirada y balbuceó suavemente:
“Hola,
señor.”
Él
cogió con amabilidad su barbilla con una mano, levantó su cara y con
delicadeza, le ordenó:
“Mírame.”
Al
levantar ella sus ojos, se sintió hipnotizada, perdida en todo lo que había
leído en su mirada profunda e hipnótica.
Y
aunque, ella sabía que él había encargado la comida para los dos, no recordaba
el haberla compartido con él. De repente, se encontró en sus brazos, sus
cuerpos meciéndose en una música que sólo sus corazones podía oír. Mientras
ella le miraba tímidamente, la besó con suavidad. Plumas, ternuras, besos de
mariposas. Arrancando un suspiro de entrega de todo su ser.
La
comprensión, saber que ella, de hecho, sólo tenía que entregarse por completo a
él, éste profundizó los besos. Moviéndose por su propia voluntad, sus brazos
alrededor del cuello de él y las manos ligeramente detrás de su cabello. Las
pasiones ocultas comenzaron a emerger y se podía oler el aroma almizclado de la
excitación de ella en el aire.
Gimiendo
suavemente, ella se arqueó hacia él, necesitándole más cerca. De repente, y de
algún modo, su vestido era un charco de seda a sus pies. Los labios de él bajaron
por su cuello, succionando, lamiendo, mordiendo y provocando jadeos suaves de
pasión en los labios de ella. Cuando él cogió primero un pezón y luego el otro,
duro y dolorido con su boca, ella empezó a gemir de placer.
La
mano de él encontró el punto interior de ella que estaba palpitando por la
pasión y el deseo…
Con
sus débiles piernas convertidas en gelatina, ella se encontró agarrándose para
apoyarse.
De
repente, él la giró, la inclinó sobre el balcón y la entró desde atrás.
El
cuerpo de ella convertido en fuego, empezó a arquearse hacia él, aceptándole y
abriéndose a él por completo. Ahora, era suya.
Cuando
la ordenó que se corriera para él, su cuerpo, sacudido por los espasmos y
lavando uno sobre otros en las ondas, sus lágrimas empezaron a correr por sus
mejillas.
“¿Por
qué estás llorando?” la preguntó con amabilidad.
Incapaz
de pronunciar una palabra, ella movía su cabeza. Cobijándola entre sus brazos,
la estuvo confortando y consolándola. Y, mientras lo hacía, ella supo que había
llegado a la casa que tanto había deseado en su vida.