Por fin,
después de muchos días de privaciones, llega el motivo lastimero:
“¿Por
favor, Señor, puedo correrme? Lo necesito por necesidad.”
Algunas
veces, cuando están prohibidos, también le niego el derecho a pedirlo.
Mejor que ella se resigne a su suerte,
aceptando que no habrá alivio hasta que yo se lo conceda y que ella no tenga
nada que decir, sin ninguna expresión de necesidad. Sin embargo, desesperada,
eso me moverá a permitirle la relajación que tanto anhela. Es más amable si no le permito
albergar ilusiones a que me pueda persuadir. Pero, otras veces, permito sus
peticiones. Le ofrezco una débil esperanza. Tal vez, sea el sádico que hay en
mí quien la ofrece. Ella sabe que las posibilidades de éxito son escasas, a
pesar de sus fervientes súplicas. No tiene sentido ordenar una privación de los
orgasmos si vas a permitir que se rompa a la primera señal de peligro. Esta
clase de entrenamiento en la disciplina y la obediencia tiene que ser llevada a
cabo con resolución, incluso con una cierta brusquedad, si se quiere que tenga
una cierta eficacia. Nunca la permito que piense que, con sólo mover un párpado
o inyectar un tono conmovedor en su voz, le tenga lástima.
“Sé
sangriento, atrevido y decidido,” le dice la bruja a Macbeth. Bueno, esperemos
que no tengamos que ser sangrientos, ni, tal vez, tampoco sanguinarios.
En
ocasiones, prohíbo no solamente los orgasmos sino también cualquier tocamiento
por placer. Ella, como muchas mujeres, al parecer, le encanta deslizar una mano
entre sus piernas de vez en cuando, incluso introducir un par de dedos entre su
ropa interior y jugar con ellos distraídamente, con la conciencia a medias de
lo que está haciendo. Dice que es por comodidad más que por estimulación
sexual. (¡Oh! ¿De verdad?) Y ella dice que es más cruel ser privada de esta satisfacción
que denegarle los orgasmos. Bueno, bueno… al dominante, siempre le gusta tener
otra arma en su arsenal.
Mientras
ella está bajo tales restricciones, no obstante, puedo ordenarle que se toque
de una manera más focalizada. Disfruto haciéndola que se masturbe hasta el
mismo borde del orgasmo y hacerla que se detenga. Pienso que no existe mejor
forma de disciplina que trinquetearla desde el nivel del deseo hasta un nivel
casi insoportable, solamente para negarle la liberación. Al mendigarlo, es probable
que lo consiga después de que tal ejercicio pueda ser sincero:
“Por favor,
por favor, por favor…”
Ella es una
mujer inteligente y sabia por los caminos de la D/s. Debe ser consciente que
denegar tal petición me da aleatoriamente una poderosa carga de placer. Al
enviar este simple mensaje: “Tu petición es denegada,” hace que mi polla se estire
y endurezca. La sangre empiece a fluir. Contra más desesperadamente llora, más
grande se me pone. Tal vez, ella sea más inteligente que yo y lo sabe y, al ser
la buena gente que es, deliberadamente hace que las peticiones que conoce,
fracasen solamente por darme el placer de denegarlas.
Pero, soy
demasiado inteligente y sé que, por mucho que le guste realmente correrse, una
mujer sumisa recibe una fuerte patada de su dominante, insistiendo
implacablemente con una determinación inquebrantable sobre su obediencia.
Claro, es agradable sentir
el repentino deseo al hincharse y el pulso a través de su ingle en oleadas de
sensaciones indescriptiblemente hermosas. Pero, este
no es el caso, para que no exista para la mujer sumisa un placer tan intenso
como la sensación, aunque solo sea simbólicamente, de la bota de su dominante
presionando con fuerza en la parte posterior de su cuello.
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