lunes, 7 de noviembre de 2011

Mendigando

Por fin, después de muchos días de privaciones, llega el motivo lastimero:
“¿Por favor, Señor, puedo correrme? Lo necesito por necesidad.”
Algunas veces, cuando están prohibidos, también le niego el derecho a pedirlo. Mejor  que ella se resigne a su suerte, aceptando que no habrá alivio hasta que yo se lo conceda y que ella no tenga nada que decir, sin ninguna expresión de necesidad. Sin embargo, desesperada, eso me moverá a permitirle la relajación que tanto  anhela. Es más amable si no le permito albergar ilusiones a que me pueda persuadir. Pero, otras veces, permito sus peticiones. Le ofrezco una débil esperanza. Tal vez, sea el sádico que hay en mí quien la ofrece. Ella sabe que las posibilidades de éxito son escasas, a pesar de sus fervientes súplicas. No tiene sentido ordenar una privación de los orgasmos si vas a permitir que se rompa a la primera señal de peligro. Esta clase de entrenamiento en la disciplina y la obediencia tiene que ser llevada a cabo con resolución, incluso con una cierta brusquedad, si se quiere que tenga una cierta eficacia. Nunca la permito que piense que, con sólo mover un párpado o inyectar un tono conmovedor en su voz, le tenga lástima.
“Sé sangriento, atrevido y decidido,” le dice la bruja a Macbeth. Bueno, esperemos que no tengamos que ser sangrientos, ni, tal vez, tampoco sanguinarios.
En ocasiones, prohíbo no solamente los orgasmos sino también cualquier tocamiento por placer. Ella, como muchas mujeres, al parecer, le encanta deslizar una mano entre sus piernas de vez en cuando, incluso introducir un par de dedos entre su ropa interior y jugar con ellos distraídamente, con la conciencia a medias de lo que está haciendo. Dice que es por comodidad más que por estimulación sexual. (¡Oh! ¿De verdad?) Y ella dice que es más cruel ser privada de esta satisfacción que denegarle los orgasmos. Bueno, bueno… al dominante, siempre le gusta tener otra arma en su arsenal.
Mientras ella está bajo tales restricciones, no obstante, puedo ordenarle que se toque de una manera más focalizada. Disfruto haciéndola que se masturbe hasta el mismo borde del orgasmo y hacerla que se detenga. Pienso que no existe mejor forma de disciplina que trinquetearla desde el nivel del deseo hasta un nivel casi insoportable, solamente para negarle la liberación. Al mendigarlo, es probable que lo consiga después de que tal ejercicio pueda ser sincero:
“Por favor, por favor, por favor…”
Ella es una mujer inteligente y sabia por los caminos de la D/s. Debe ser consciente que denegar tal petición me da aleatoriamente una poderosa carga de placer. Al enviar este simple mensaje: “Tu petición es denegada,” hace que mi polla se estire y endurezca. La sangre empiece a fluir. Contra más desesperadamente llora, más grande se me pone. Tal vez, ella sea más inteligente que yo y lo sabe y, al ser la buena gente que es, deliberadamente hace que las peticiones que conoce, fracasen solamente por darme el placer de denegarlas.
Pero, soy demasiado inteligente y sé que, por mucho que le guste realmente correrse, una mujer sumisa recibe una fuerte patada de su dominante, insistiendo implacablemente con una determinación inquebrantable sobre su obediencia. Claro, es agradable sentir el repentino deseo al hincharse y el pulso a través de su ingle en oleadas de sensaciones indescriptiblemente hermosas. Pero, este no es el caso, para que no exista para la mujer sumisa un placer tan intenso como la sensación, aunque solo sea simbólicamente, de la bota de su dominante presionando con fuerza en la parte posterior de su cuello.

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