“Ahora que eres mi mujer, siempre debes mantenerte
suave para mí. ¿Lo entiendes?”
“Sí, Señor.” Ella sabe la parte de su cuerpo que él
quiere mantener especialmente suave. No va a recordárselo más.
“Debes cuidarte cada día,” dice él.
“Por supuesto, Señor,” ella responde.
“Y quiero inspeccionarte todos los días.”
Ella asiente con la cabeza. Tiene miedo de que él
desee mirar mientras lo hace. En una ocasión, había insinuado que incluso
podría inspeccionarla él mismo. De repente, ha tenido una visión sobre ella.
Abierta de par en par, mirando hacia abajo mientras las manos de él empezaban a
trabajar, tirando de sus pliegues para que la cuchilla de afeitar se deslizara
libremente. Ante esta idea, ella se sonroja. Sería insoportable. Pero, lo que
sería peor de todo, es que él vería lo humedecida que ella se había puesto.
Ella se siente aliviada porque hoy la ha enviado sola
al cuarto de baño. Cuando ella vuelva, estará sentado en la cama.
“Ven aquí,” dice.
“Ella se acerca.”
“Abre tus piernas.”
Ella está de pie con su piernas separadas, su bata
echada hacia atrás. Ella mira hacia otro lado, mientras sus dedos se introducen
dentro de ella forzándolos. Este gesto se prolonga un poco de tiempo, una
inspección que parece más meticulosa de los estrictamente necesario.
“Muy bien,” al fin, él dice. “Ahora, díme qué bragas
propones ponerte. Estás babeando por tu coño más de lo normal.”
Su rostro se pone rojo brillante. Ella se ha
esforzado bastante por mantenerlo agradable, fresco y limpio, pero su cuerpo,
una vez más, la ha traicionado. Ella se escabulle hacia su cajón de ropa
interior, secando subrepticiamente sus piernas con el filo de su falda.