Él
abre la puerta y la introduce en su piso. Es su primera visita. Ella mira por
los alrededores preguntándose si él va a enseñarselo antes de que comience la
sesión de entrenamiento.
“Ven
aquí,” le dice a ella.
Esta
conoce el tono de su voz y su corazón le da un vuelco. Con cautela, se le
acerca. La gira y la agarra por su cola de caballo, tirando de ella hacia abajo
y levantando su cara hacia arriba.
“Tenemos
algunos asuntos pendientes,” dice él.
Ella
sabe lo que él está pensando. Tenía bastantes esperanzas de que lo hubiera
olvidado.
“¿Sabes
de lo que estoy hablando?”
“Supongo
que sí,” dice ella.
Sin
previo aviso, la abofetea en sus mejillas, dos bofetadas punzantes. Ella se
lleva la mano a su cara.
“Supongo
que sí, Señor,” dice ella.
“Sí, Señor, “ responde ella obedientemente.
“Pudiste pensar que era una cosa trivial, una simple
negligencia, el olvidar hacer lo que te dije.”
“No, Señor,” ella dice.
“Pero, de todos modos, es una desobediencia.”
“Sí,
Señor.”
“¿Sabes
lo que le pasa a las mujeres desobedientes?”
“Creo
que sí, Señor.”
“Primero,
tienen que reconocer su ofensa, luego, ser castigadas y, al final, perdonadas.”
“Sí,
Señor.”
“Por
lo tanto, repite detrás de mí estas palabras: ‘Por favor, Señor, castígueme
como me merezco y haga de mí una mujer mejor.”
Ella
repite sus palabras. Tira con fuerza de sus cabellos, llevándola hacia la
esquina de la habitación. Allí, la empuja contra la pared.
“Pon
las manos en tu cabeza,” le dice.
“Ella
cruza sus manos en la parte superior de su cabeza. Él se agacha y tira del
borde de su falda hacia arriba, metiéndola por la cintura. Luego, tira de sus
bragas hasta la mitad de sus rodillas. Ella se está sintiendo horriblemente
expuesta y su trasero al descubierto.
“No
te muevas y no hagas ningún ruido a menos que te yo te lo diga,” le dice. “Reflexiona
sobre tu desobediencia.”
Él
golpea con mucha fuerza sobre la nalga izquierda de su trasero. A continuación
y, con la misma intensidad, en su nalga derecha. Ella contiene la respiración,
casi gritando. Se tensa a sí misma preparándose para recibir más azotes, pero,
en lugar de eso, le oye que se aleja.
Se
oyen ruidos en la cocina. El tiempo pasa, quizás, diez o quince minutos. Sus
brazos empiezan a dolerle. Él entra de nuevo en la habitación. “Ahora estoy a
favor de esto,” piensa ella. Pero, en lugar de eso, él se sienta en el sofá y
escucha el ruido de las hojas del periódico cuando lo coge para leerlo.
Pasa
más tiempo; sus brazos le duelen tanto que pronto tendrá que pedir socorro, a
pesar de que le está prohibido hablar. Entonces, por fin, él se levanta y se
coloca detrás de ella, su boca contra su oído.
“¿Vas
a ser ahora una buena chica?” le pregunta.
“Sí,
Señor,” ella contesta con presteza.
“¿Has
aprendido tu lección?”
“Sí,
Señor.”
Él
sabe que ella es sincera. Su corazón se derrite.
“Muy
bien,” dice él. “Baja tus manos.”
Agradecidamente,
ella las baja y se frota los brazos.
“De
rodillas,” le dice él.
Ella
se pone a cuatro patas. Él se agacha y, una vez más, se apodera de su cola de
caballo.
“Ahora,
vamos a la habitación,” dice él. “Voy a desnudarte por completo y, luego, voy a
vestirte, por completo, desde la cintura hasta arriba. Sabes que he comprado
una cosa nueva para tí, algo muy especial.”
“Sí,
Señor.”
La
verguenza de tenerlo insertado, luego, el tenerse que arrastrarse apoyada en
sus manos y rodillas exhibiéndolo ante él, será insoportable, pero solo pensar
en ello, la ha humedecido durante toda la semana.
“Vamos
a tener dos horas de riguroso entrenamiento,” le dice. “Y creo que puedo
garantizar que, al final del mismo, sabrás algo más sobre obediencia.”
“Estoy
segura de que sí, Señor.”
Él
tira de su pelo, la introduce en el dormitorio. Ella estará a cuatro patas
durante el resto de la tarde, era su mascota