“No te afeites
entre tus piernas hasta un nuevo aviso,” decía su email.
“Pensé que le
gustaría que mi piel estuviera suave,” replicó ella.
“Hazlo cuando
te lo diga,” dijo él.
Ella sabía
bien que tenía que preguntar, por alguna razón, si ninguno lo concretaba. Durante
las próximas dos semanas frecuentemente se aventuraba a pasar una mano entre
sus piernas para sentir cómo estaban. Cambió de erizado a peludo, luego a una
sensación más elástica, que recordaba los viejos tiempos, los días que ella
llamaba ahora “AdE”: Antes de él.
Después de
tres semanas, él la escribió un email preguntando cuánto habían crecido.
“Tal vez unos
25 mm,” replicó ella. “No estoy segura.”
Él le pidió una
foto. Después de seis semanas, le dijo que ya era hora. ¿Hora de qué? Un par de
días después, él le ordenó que cogiera unas tijeras, que se cortara un mechón
de vello púbico y que se lo enviara.
El sobre tardó
cinco días en recibirlo. Dentro había un sobre pequeño de color rosa y en el
interior del mismo, envuelto en un papel de seda, estaba el mechón de vello
púbico, atado con un hilo de seda escarlata. Él nunca había visto nada tan
exquisito. Lo examinó minuciosamente, sintiendo que era más basto que el pelo
de su cabeza y mucho más oscuro. Lo guardó cuidadosamente.
“Mi princesa,”
le escribió. “Ahora, tú misma debes afeitártelo nuevamente, pero con suavidad.”
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