sábado, 25 de junio de 2011

Correrse o no correrse

Todo lo que puedo hacer es correrme. Se ha asegurado de ello.
Él ha atado sus manos al gancho que pende del techo de la sala de estar. Se pone de pié ante ella con la vara en la mano y sonriendo sádicamente. Desde hace unos días, está sonriendo con sadismo.
Por supuesto, ella está desnuda. Desnuda y temblando. Sus ojos están llenos de lágrimas. Su coño también está húmedo, demasiado. Él lo comprueba.
“Gatita mía, conjuga tu coño para mí.”
“Coñear. Su voz se ahoga.”
“Yo coñeo.”
“Tú coñeas.”
“Él, ella y ellos coñean.”
“Nosotros coñeamos.”
“Vosotros coñeáis.” (Ella siempre conjuga como si fuera en francés).
“Ellos coñean.”
Él azota su culo con la vara.
“Pues no, gatita. Esto no es justo, ¿verdad?”
Él azota de nuevo su culo.
“Corrígelo.”
Su voz es un poco petulante, algo molesta, con ganas de llorar y muy cansada.
“Yo no me corro.”
“Tú te corres.”
“Él se corre, ellos se corren, pero, ella no se corre. Oh, no.”
“Nosotras no nos corremos. Ya está.”
“Solamente, tú te corres. Todo por ti,” dice ella.
“Correcto, gatita.”
Azote.
“Ohhh.”
“Yo me corro. Tú no te corres. No, a menos que yo te lo permita, ¿correcto?” Dice él.
Azote.
“Sí, mi Amo. Tú te corres. Yo no me corro.”
“Y, ¿por qué iba a impedir que te corrieras?”
“No sé nada más. ¿Por qué?” Grita ella.
Azote.
“No es la respuesta correcta. Inténtalo de nuevo, gatita.”
“Porque tú puedes. Para recordarme que tú puedes,” murmulla ella.
“Y, ¿por qué puedo yo?”
“Porque mis orgasmos te pertenecen. Porque mi coño te pertenece.”
“Sigue…”
“Porque soy tu sumisa, mi cuerpo es tuyo. Mi alma es tuya. Soy tuya para que me utilices como quieras. Soy tuya y debo obedecer.”
Ella baja su mirada hacia la entrepierna de sus vaqueros. Él ha sacado su pene. Lo sacude un poco mientras ella lo mira estupefacta. La lengua de ella se hace agua. Su vagina arde. Pero es que está ardiendo desde hace días.
“¿Por qué eres mi sumisa?”
“Porque quiero serlo…,” dice muy suavemente.
“¿Por qué, mi princesa? ¿Por qué quieres ser mi sumisa?”
“Contesta más rápido.”
“Porque…, ella está sollozando ahora a lágrima perdida.”
“¿A quién perteneces, mi sumisa?”
“¡Usted es mi dueño, señor!”
“¡Usted!2
“¡Usted sabe que lo es!”
Él se corre. Ella, no.

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