Me encantan los musicales. Tanto los modernos como los clásicos. No son mucho mejor que una velada cubierto con una manta caliente, acurrucado con una sumisa, viendo por la televisión la belleza azucarada de los musicales de Rodgers y Hammerstein, que tendrán siempre un sitio especial en mi corazón. Uno de estos creadores no ha envejecido particularmente bien. Decir que la representación de la violencia doméstica es un problema, es un eufemismo. En una escena de uno de esos musicales, una chica joven dice: “Él me golpea fuerte. Oigo el sonido de los golpes… pero no duelen. No me dolieron. Sólo era como si besara mi mano.” Vi esta escena, por primera vez en años, hace unos meses, y mi reacción fue inmediata. Quería llegar a través de la pantalla, a través de las décadas que se hizo la película, cogerla entre mis mano y decirle: “Oye, esto no es un romance, eso es el Síndrome de Estocolmo.”
Comentándolo con una sumisa amiga, me dijo: “Le cuento, Ben Alí, soy muy consciente de que golpear duele. Ese es el problema. No me gusta el dolor. No soy masoquista. Tener alguien que me haga daño, no me pone. Y sin embargo, con frecuencia, soy azotada entusiásticamente con fustas, floggers, paletas, cepillos del pelo, cinturón y con la mano abierta. Es raro que mi cuerpo no tenga continuamente hematomas, provisto de marcas de diferentes colores, profundidades, y la forma que indica su uso frecuente en mí. Ninguno de ellos se produjo sin dolor. Ellos fueron concedidos, fueron ganados.”
“Antes de que él me golpee o azote, hay que hacer una preparación. Mi mente se mantiene viva, mientras le observo cómo saca sus diferentes implementos. Siento que me voy deslizando hacia un estado de hipervigilancia, a la vez, que le observo cuidadosamente una cadena en particular, antes de ponerla al lado de una correa de cuero o con un rollo de cuerda. Ningún detalle se escapa a mi atención, mientras él selecciona los instrumentos que prefiere. Sé cómo el aguijón de su flogger se diferencia del peso de la tawse. Sé cómo me doblo sobre mí misma, cuando aparta la fusta para usarla. Sé cómo me siento, intuitivamente más segura, cuando pone sus esposas o cuerdas alrededor de mi muñecas. No hay un solo gesto que él haga que yo no observe, ninguna expresión facial que no sobrepase por su potencial probabilidad para hacerme daño en un futuro muy próximo. Observo todo, pero mi mente es silencio. Me convierto en la forma más singular de la presa: “La única presa que se mantiene muy quieta y espera los dientes del lobo.”
“Una vez que él está preparado, me posiciona. Siempre estoy atada. Ya sea sobre el sillón o en la cama. Estoy de espalda a él; incapaz de ver lo que ha cogido o cuando el golpe caerá. Yo permanezco quieta. Mi respiración se acelera y crece. Mi mirada se estrecha hasta una especie de la visión de un túnel. Yo habito en la anticipación sabiendo que él está por venir. No me gusta que me hagan daño. Pero, me encanta la sensación de poder que viene sobre mí, cuando soy capaz de soportar sensaciones, que no puedo soportar. El orgullo que viene al tener la fuerza para soportar el dolor, la confianza que pongo en su propio auto control.”
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