Ella me dijo que la forma en que uso
mis palabras sobre ella, se parecía mucho a cómo un amante usa sus manos. Lo
cual me da una idea. Por muchas razones, somos amigos platónicos, pero la
química y la atracción, no eran una de ellas.
“¿Confías en mí?” le pregunté con una
sonrisa malévola en mi rostro.
Ella contestó: “Por supuesto.”
Y procedí a contarle lo que quería
hacerle. Ello implicaría que estuviera desnuda, atada, con los ojos vendados y
obligada a correrse. Pero, le dije que no cruzaría nuestras líneas platónicas,
no en el sentido tradicional. Al menos, nada que erosionara la amistad que
orgullosamente habíamos forjado. Ella
estuvo conforme y acordamos una cita en mi ciudad.
Ella se presentó y nos abrazamos,
como siempre, al igual que los amigos queridos que somos. Su sonrisa suave, la
que no importa cuántas veces la vea, me hizo querer destruirla y devorarla en
un punto de pasión, que sería una destrucción épica de nuestros mutuos mundos.
Pero, eso no estaba en el menú de hoy, pues siempre me guio por mi programa.
Le cociné su almuerzo, ya que le dije
que lo haría. Bebimos cerveza, contamos chistes e incluso, bailamos en la
cocina.
Pero, entonces, llegó el momento de
la sesión y le di instrucciones para que se desnudara y se sentara en la silla
de madera que estaba en el centro de la habitación. Se desnudó, como si fuera
perfectamente natural desprenderse de sus ropas para un amigo, el cual estaba
en un estado de plena energía dominante, que estaba absorbiendo, sin lugar a
dudas, fuera de la habitación.
Ella se sentó en la silla y se sentía
sorpresivamente a gusto y no se puso nerviosa en lo más mínimo. ¡Oh, Dios! cómo
va a cambiar. Ato sus muñecas a los apoyabrazos y los tobillos a las patas de
la silla, y entonces, le vendo los ojos adecuadamente. Le pregunto si se siente
cómoda y responde positivamente, pues puedo ver su pecho subiendo y bajando de
una manera muy agresiva. Se está deslizando al momento y sintiéndose excitada
por su nueva situación encontrada.
Me tomo tres minutos, y justo camino
alrededor de ella de una manera deliberada. De modo, que la permita oír mis
pisadas, pero no mis palabras.
Me detengo a su lado izquierdo y
soplo suavemente en su oído y, entonces, le digo que se va a correr con sólo
mis palabras y que no la desataré hasta tanto lo haga. Se estira contra las
cuerdas y pregunta:
“¿Y si no puedo correrme?”
Me río y digo: “Entonces, vas a ser
un hermoso mueble que conseguiré admirar a diario.”
Ella suspira y dice que no va a ser
capaz de correrse sin que la toque. Me apoyo de forma rápida y le digo que cierre
la boca, que no se iba a correr hasta que yo no viera su cuerpo explotar en un
ataque de pasión.
El “cierra la boca,” fue como una
bofetada contra su cara y ví su cambio de energía. Ella sabía que no era una
broma y que había un marcado contraste en su lenguaje corporal desde hacía unos
momentos.
Entonces, me puse de rodillas y mi
cara muy cerca de su coño. Cada palabra que yo pronunciara a partir de ese
momento, dejaría salir mi aliento para que
acariciase su clítoris. Comencé con una poesía de deseos eróticos. Ella
estaba tratando de empujar su coño hacia mí para perderse en mi sintaxis
sensual. Después, empecé con un susurro
bajo diciéndole todos mis deseos ocultos que siempre había tenido por ella. Su
cuerpo se sacudió, tratando de liberarse. Trasladé mi boca hacia su estómago, a
través de sus pechos, sin tocar su piel, justo para permitir que mi voz grave, la
masajeara de una manera profundamente penetrante. Yo estaba dentro de ella,
retorciendo sus deseos y haciendo que se sometieran a los míos. Yo estaba
dentro de sus pensamientos, mi voz era la única cosa que importaba. Su coño
lloraba con cada verso, con el que la estaba penetrando.
Yo hablaba y hablaba cada vez un poco
más. A veces, susurrando. Otras, hablando con un tono severo, que violentamente
entraba por sus atentos oídos. La estaba poseyendo con cada sílaba de actos sexuales
emitidos, como historias magníficas.
Haciendo una pausa, proseguí con mis
cuentos eróticos. A continuación, al
cambiar el ritmo de mi entrega, ella era
una marioneta para mis palabras. Ella empezó a hablar. Un polvo aquí, ¡oh, mi
Dios, otro, allí. Su cuerpo estaba intentando quedarse quieto, pero yo lo
mantenía danzando con mis canciones de seducción, hasta que, finalmente, gritó,
mordiendose su labio, y temblando de tal manera, y sabiendo que el orgasmo se
había llevado a cabo, y sin duda, por la habilidad persuasiva de mi
pronunciación correcta y puntualización sensual.
La desaté y le quité la venda de los
ojos y ella miró a los míos, que estaban teñidos por el color del asombro.
“No me jodas,” ella dijo.
“Yo sólo lo hice y no tenía, ni incluso,
que follarte para conseguirlo.”