La habitación estaba fría, extraña, y al final. El metrónomo electrónico
que medía el ritmo de la vida, zumbaba, cada vez con más lentitud. Las
persianas estaban abiertas. A ella, le gustaba el cielo nocturno. “El cielo
sería pronto su casa,” ella le dijo.
Había llegado. Había comido. Había ganado.
En lugar de hablar, ella le guiñó un ojo. Él odiaba el gesto. Significaba
“seguir adelante.” Durante treinta años, ella le sorprendía con la libertad de
satisfacer sus deseos. Con el tiempo, había aprendido a mentir…
Porque ella sólo quería hacerle feliz.
“Nunca hubo nadie más que tú,” la dijo, susurrando su mejor y definitiva
verdad, y besándola en la frente.
Algunos deseos no son dignos de realizarlos, él lo había aprendido hace
mucho tiempo. Especialmente, cuando el hogar es todo lo que se anhela.
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