“Entiendes todo lo que he descrito, ¿correcto?”
“Sí,” ella contestó. Él levantó sus cejas, al final, una pregunta silenciosa.
Ella respondió: “Claramente.”
“Espero que sea así,” él concluyó.
La habitación era de color oscuro, empapelada en un estilo victoriano. La
única luz procedía de varias farolas verticales, solamente para su beneficio.
Empezó con ceremonia, la atadura de las muñecas, un tejido de cuerda. Los
sentidos, que él no necesitaba, fueron eliminados de ella, como a un niño se le
quita el juguete como castigo por una falta no existente. Él quería que ella
sintiera con la precisión de una máquina, hecha para medir el espacio entre los
átomos. Quería que su mente masticara las sensaciones, como unas fauces negras
en el espacio del tiempo, devorando todo lo que cruzaba su singularidad. La
angustia sería exquisita, artística e histórica.
Durante treinta minutos, la preparó. Como un ingeniero sin civilidad,
construyó su arquitectura en su carne.
El interruptor de su lápiz, un trenzado del flogger, su compás, un
látigo, su transportador. La azotó con arte, construyó líneas paralelas,
barrancos y puentes entre las costas de la carne. Observándola de cerca, le
alentaba que todavía no llorara. El esfuerzo la había dejado jadeando,
ahogándose en sollozos que no soltaría. Piscinas de sudor se agolpaban por
debajo de ella. Sus lágrimas cayeron como la lluvia.
La severidad de su respuesta había disminiuido. La química y la fisiología
habían hecho su magia. Sus endorfinas habían abierto la puerta.
“¿Estás preparada?” le preguntó calmosamente. Ella asintió,
presumiblemente, perdida en ese espacio entre el ahora y nunca. Con su gesto, él
sacó el cuchillo de su funda. Un cuchillo pequeño y mate, según las necesidades
de un cirujano. Volteó la hoja, inspeccionando su cuerpo antes de darle el
último lavado con alcohol, secándolo con un paño estérill recién retirado de su
envoltura.
“Habla, puta,” dijo, buscando una respuesta muy específica, para la cual,
ella ya suponía la respuesta.
“Por favor, señor, juegue con mi clítoris,” respondió.
“Te costará uno,” dijo. Una vez más, ella asintió como respuesta. El
esfuerzo de hablar, demasiado grande.
Enjugando una parte de su trasero con alcohol, puso la hoja del cuchillo
en su piel, extendiendo su paleta al ancho con el pulgar y el índice. Con una
mano delicada y justa, ejecutó el movimiento, uno que ya había practicado a
menudo y meticulosamente. El corte no fue profundo, muy superificial, y
suficiente para dibujar un arroyo constante de sangre, que pronto se coagularía
por sí sola. Un riachuelo de sangre rodeó la
curva de la nalga sobre su muslo y hacia la parte posterior de su
rodilla. Ella gimió con el corte, un grito protegido por el coraje y silenciado
por el miedo. A cambio, él puso en la mesa el cuchillo y le dio lo que ella
había pedido. Frotó su clítoris despacio, en círculos deliberados, masajeándolo
entre el índice y el dedo medio. Sus gemidos eran ahora puros y desenfrenados,
el sangrado cortó un recuerdo, uno de los cuales pronto sería recordado.
Incrementó el ritmo de sus atenciones, su coño reluciente y el olor del espeso
rocío. Sus vociferaciones aumentaron en ritmo, tono e intensidad.
Él se detuvo. Ella gimió, esta vez de frustración.
“Puedes hablarme de nuevo, puta,”le dijo.
“Más señor, se lo suplico,” ella gritó.
Y así continuó. Le acarició su clítoris hasta que derramó su miel y goteó
para unirse al río de sudor que se había reunido debajo de ella. Lo próximo,
fue su puño trabajando despacio su sexo gelificado, tembloroso, golpeando desde
fuera y hacia dentro con fuerza controlada para hacerla sentir, como si el
cuerpo de él se metamorfoseara dentro del de ella. Llenado hasta su capacidad,
estirando las costuras de su tejido. Rogó para que le metiera sus dedos en su
ano, para dilatarlo tanto como su vagina. Ningún orgasmo estaba permitido. Si
ella se acercaba, él lo detenía, la cuidaba, ofreciendo consuelo, agua y
concentración. Cuando el orgasmo asomaba de nuevo a las sombras, él continuaba.
Cada placer tenía un coste, el placer que gobierna la inflación. Un costo para
su clítoris. Dos, para el puño de él y dos, para el culo de ella.
Pronto, su trasero estuvo cubierto de líneas carmesíes cuidadosamente
alineadas. Al secarse la sangre, eran de un color negro reluciente bajo la luz
de las velas.
De repente, ella gimió y soltó: “Fólleme como a una puta. Córteme,
fólleme. Devásteme.”
Él le gritó, el volumen de su voz pretendía perforar sus terminaciones
nerviosas y entrechocar sus sentidos. “Si quieres mi polla en tu coño, el pago
es de cuatro.”
Ella asintió con la cabeza, como sacudiendo sus ataduras, los eslabones
metálicos tintinearon en la oscuridad.
Él se quitó la única ropa que llevaba y subió a la plataforma. Una vez más,
el cuchillo en la mano, añadió cuatro líneas en la parte baja de su espalda.
Brillaban como marcas de garra, la sangre acumulándose en la parte baja de la
espalda. Con la verga en la mano, la guió hacia su apertura y la forzó toda,
sin esfuerzo. Ella gimió y pataleó por la urgente e imprevista invasión. Él puso
su mano sobre las nuevas heridas, el dedo pintando con los colores únicamente
de ella. Mano revestida de ella, la agarró del pelo, desde el cuero cabelludo y
empezó a presionarla con más fuerza, deslizando todo su pene dentro y afuera
con movimientos sincopados, utilizando sus pantorrillas para subir y bajarla,
inclinando su vástago hacia su punto G. Sus gritos se convirtieron en aullidos
y maullidos, y todo muy primario. Sus expresiones faciales rogaban un orgasmo,
pero ella sabía que era mejor no pedirlo.
Ajustando su posición, llevó todo su cuerpo dentro de ella. Su cuerpo
inferior impactando las marcas que él había puesto tan cuidadosamente,
agregadas a la maraña confusa de los sentidos. El ruido de la cama, abofeteando
su carne sumisa ensangrentada, resonando
alrededor de ellos. Una muestra pequeña de la tortura que tenía lugar dentro de
ella. Él podía sentir sus músculos contraerse a su alrededor, su cincha se extendía
contra sus esfuerzos. Sentió que el
cuerpo de ella le estaba tratando
como un invasor y él rechazaba negarse a su propia saciedad. Gradualmente,
aumentó la velocidad hasta que la fricción superó su lubricación. Su orgasmo se
acercaba. Podía sentir el endurecimiento de los músculos, la espiral de los
tendones, la mayor sensibilidad de si verga. El momento era ideal.
“Yo no puedo aguantar mucho más,” ella exhaló.
“Ya sabes el costo,” él respondió, casi sin aliento, desafiando con
retener mi liberación.
“Sí, cualquier cosa,” ella respondió, su cabeza cayendo laxa, esperando el
final.
Agarrando su cabello con fuerza, la mantuvo con firmeza en su sitio,
mientras la agarraba por su última y más intricada marca. Él apretó sus
músculos para mantener a raya al demonio, experimentando un oleaje de tormento
y dolor en sus nalgas. La marca completa, la agarró por los hombros y la folló
con fuerza, impulsada con tal lujuria, que bordeó la rabia. Gruñendo, sintió que su cuerpo se soltaba y caía dentro de ella.
Ola tras ola de semen derramado libremente en sus paredes, su cervix, en su
verga. Su orgasmo pronto siguió. Su gemido se hizo más agudo, atormentado y
animalístico, que cualquier lamento pudiera atraverse a señalar desde las
profundidades de la perdición. Sus cuerpos se agacharon y colisionaron, la
agarró cavando en la carne de sus nalgas, amenazando con marcarla más. Ella se
corrió de nuevo y la obliguó a vaciar el resto de semen en su vientre caliente.
Hubo un silencio largo que no podía
medirse por minutos en el espacio, donde el tiempo era irrelevante. Se
abrazaron, permanecieron quietos y se comunicaban a través de alientos cortos y
largas exhalaciones. Cuando la cognición retornó, él comenzó con el cuidado
posterior, atendiendo sus heridas, quitándole las ataduras y acurrucándola a
través de las secuelas que él mismo le había creado. Se susurraron los secretos
de este evento que nadie jamás conocería y disfrutarían en la oscuridad
fantástica de sus cuerpos. Le preguntó si le gustaban las marcas que le había
hecho. Ella le aseguró que sí, trazando su mano sobre su último esfuerzo: Un
sigilo estilizado representando a su nombre. Uno que ella llevaría para
siempre.
Juntos, habían cruzado tierras prohibidas, sin saber si volverían alguna
vez.
Madre mía
ResponderEliminarLas profundidades de la perdición son perfectas
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