jueves, 2 de marzo de 2017

Mira, pero no toques

En realidad, era injusto. Su idea era jugar. Su decisión era tener una sesión con ella cuando llegara llevando una falda de cuero. De cuero negro, que él sabía que a ella le encantaba. Él había protagonizado muchos de los sueños de ella. El pecado fue derramado despacio desde los cielos. Los labios que, prometieron darle sus deseos más profundos, se retorcieron en una sonrisa de entendimiento.

 

“Así pues, Kit Kat, ¿vamos a hacer esto o qué?” Un ardor ensombreció sus mejillas al usar casualmente el apodo con el que la nombraba años atrás. Había un cuento indecente detrás del mismo. Un cuento que, todavía hacía que las bragas de ella se mojaran, si pensaba en ello mucho tiempo. Con un ligero asentimiento, se acercó a él.


“Estoy preparada, si tú lo estás.” Estas palabras salieron más firmes de lo que ella había imaginado. Estaba temblando por dentro. No importaba las veces que se encontraran allí, todavía hacía que su pulso saltara. La atracción entre ellos era animalística. Esto era un juego de voluntades. Hasta ahora, ella estaba bajo un puñado de presiones. Esta noche, ella sería fuerte. Le mostraría que no la rompería como las barras de chocolate que la había nombrado después.

 

“De acuerdo. Tú empiezas.” Ella odiaba empezar. Él lo sabía. Siempre se sentía tonta. Como una colegiala que trata de flirtear por vez primera. Exhalando a través de la comisura de sus labios, levantó su mano y enredó sus dedos en su propio cabello. No pudo evitar el reírse, cuando su mano quedó atrapada en sus rizos desordenados. Mortificada. El tono profundo de su propia risa la mortificaba. Liberando sus manos, las dejó caer de nuevo a sus costados, mientras la punta de su lengua rosada se deslizaba a lo largo de sus labios. Observó que sus ojos bajaban, siguiendo el camino de su lengua, y ralentizó el movimiento hacia abajo.

 

El ruido aclarándose la garganta anunciaba que era el turno de él. Cambiando de postura, él apartó la oscuridad del cabello de su cara. Sus ojos esmeralda la miraron de nuevo. Las esquinas se arrugaron antes de que él la guiñara un ojo. Engreído. Éste debería haber sido su segundo nombre. Ella debió haber pestañeado porque, cuando se concentró en él otra vez, su camisa estaba quitada. Los aros metálicos en sus pezones la destellaron. Atractivo. Las rodillas de ellas, apretadas. Su mano derecha se movió hacia su pecho. Él era un encantador de serpientes y ella estaba bajo su hechizo.


Al tener una mente propia, sus pies la acercaron más a él. Un respiro los separó. Sus ojos se clavaron en los de él. Seguramente, esta noche ella había hecho un trato con el diablo. Sin perder su mirada, alzó la mano y empezó a desabrochar la fila de botones que se alineaban en el frente de su propia camisa. Cada uno se liberaba con una deliberada angustia. Ya no estaba nerviosa. Ella quería esto. Ella quería vencer. Dejó que su camisa cayera a lo largo de sus brazos. Flotando, para descansar a los pies de ella. Sus ojos se oscurecieron. Le hicieron señas para que continuara. Se estaba convirtiendo en el desnudo más lento de su vida.

 

Las manos de él chocaron contra la hebilla de su cinturón. La primera señal de que lo estaba perdiendo. Deliberadamente, ella saltó poniéndose un sujetador. Si él podía jugar sucio, ella también. Ella tenía uno encima de él. Se sentía bien.  El ruido sordo del cinturón golpeando el suelo, interrumpió los sonidos de la pesada respiración de ambos. Ella se estremeció de placer. Los pezones, ahora, se levantaban del frío de la habitación. Sus muslos se rozaron el uno contra el otro. Dolor. Fue tortura pura. El enfoque de ella ya no estaba en sus ojos. En vez de eso, su mirada caliente recorría el pecho de él. Persistentes en la delgada línea de la media noche, que se arremolinaba alrededor de su ombligo para desaparecer bajo el cuero.

 

Bajo sus propias pestañas bajadas, ella se dio cuenta de que la mano de él se movía hacia ella. Vaciló. Esperando. Su aliento se enganchó en su propia garganta. Estaba tan cerca de él que su almizcle la llenó sus fosas nasales. Un gemido llenó el aire entre ellos. El gemido de ella. Un gruñido bajo se unió. Su control estaba cayendo. Habría que pagar un infierno. Entonces, las puntas romas de sus dedos miraban a través del pezón de ella. Bailaban a lo largo del borde de la frambuesa. Remolino alrededor de la piel arrugada. Burlándose. La boca de ella estaba seca. Lo mismo no podía decirse de sus bragas.


“Tú has perdido.” Temblaba cuando ella dijo estas palabras. Perder no le disuadió. Él continuó con sus ministraciones. “¿Quieres que me lance hasta el fondo de mi corazón?”  Sus bragas estaban ahora completamente empapadas. Él cerró el espacio entre ellos. Los dorsos de sus dedos se deslizaron a través de la mejilla de ella. Un signo de ternura que mantenía bajo su fachada de depredador.


“Me importa un bledo,” él dijo.

 

Entonces, la cogió. Capturó a su presa. Manteniéndola con firmeza entre sus brazos. No había escapatoria. Cuando la echó hacia atrás en sus brazos, su boca se estrelló contra la de ella, sellando el destino de ambos esa noche. Se reclamaban el uno al otro con truenos en sus corazones.

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