viernes, 28 de abril de 2017

Divagaciones de una masoquista

Está sentada en el filo de lo que se siente, como siempre, interminables acantilados de locura.


Un breve consejo y va a ir por lo seguro… mareada…echando de menos esa sensación de declive por su caricia, por esa manera, con que la mira abajo, en su lugar. Ella está contenta ahí.

 

Está segura, y se siente segura ahí, en el laberinto de lo que ambos saben, de todo lo que quería que él tuviera de ella, de todo lo que la enseñó, de todo lo que ella anhelaba, y de todo lo que ella había aprendido de él.


“Me encuentro a la deriva en ese viejo lugar del rincón de mi mente, donde me pregunto: cómo llena los minutos de su día.” ella reflexionaba.

 

Por supuesto, él no le da nada. Permanece como un recuerdo que ella no puede agarrar, hasta que esté preparado de nuevo para tenerla a su voluntad, en su camino, en su tiempo, en su espacio y no la compartirá con el mundo. Nunca en los términos de ella, sin importar cómo le implora.

 

Y ella se pregunta: “Si recibirá mi palabra…”

 

Y ella, no.

 

Y está segura que él debe pensar en la forma que su piel ansía la punta de sus dedos… pero, no lo hace.


Y está segura que recuerda lo que pasó, cuando lo pastoreó intencionadamente, ganándose su castigo por no ser más paciente en la espera… pero no lo hace.


Nunca le paga con un momento más, cuando ella está allí con él. Y el tiempo es tan desgarrador para ella, que no es su bien deseado. Y, sin embargo, la hace esperar.


Y lo saborea en ausencia de su propio corazón. Un placer bastante sádico, que ofrece a quien anhela un momento más, un momento más largo, una sensación más profunda.

 

Ella siempre buscando una sonrisa de placer, ese brillo en sus ojos. No tanto con una ofrenda carnal, sino con el placer de ser quien ella es. Su humanidad gentil, que alguien tan frágil se haya ofrecido, para ser maltratada y tirada. Dispuesta a ganarse los moratones por su compañía y por ese maravilloso momento de ser reconocida.

 

Se entrega a él. Le da todo su ser y le suplica que reconozca cuánto le adora, no por lo que ha hecho o cuánto valor piensa tener o por lo que puede hacer y lo que puede enseñar, sino por lo mucho que ella piensa que vale la pena.

 

Está hermosamente rota en un millón de pedazos astillados, dentados, y en toda su sumisión y humildad. Jura que sólo quiere honrarlo y dejar que todos sus moratones sean de los que se vuelven a pegar juntos de nuevo. Que ese adhesivo les devuelva a sus legítimos lugares en el mundo, que no tiene ningún sentido, y le haga estar entera otra vez.


Si él prefiere los moratones, ella elije no soportarlos en vano. Dejarlos, significan algo. Permitir que cada línea que le deja cruzar en su trasero, le diga que él es digno de cada una. No porque ella esté enamorada de su sádico, sino porque eso es una muestra de lo mucho que cree en la humanidad de él, en su sufrimiento, y en la suya propia.


Cuán catártico es ver la gama de colores sobre su cuerpo y saber que, durante un tiempo, existió piel sobre su piel y significaba algo. Y aunque sólo hubiera sido un momento, pero había entre ambos una conexión magnífica. De algún tipo. Y la regla más importante de ella es someterse al monstruo que hay en él.


Mientras, ella sigue pidiendo algún tipo de dirección, un tipo de orden.

 

“Por una vez más, me siento frenética por conocerle. Saber lo que soy para él. Sin importarme el sentido fuera del momento. E incluso, en el momento. Estar a su merced. Para sentir todo su poder. Para ser consumida por el mismo con toda mi debilidad y entrega,” se decía a sí misma.


Y… en un ensueño, ella se desvanece en otro momento de anhelo por él.

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