“Te odio,” gritó ella. Había veneno en sus ojos verdes, fácilmente
convocados por tesoros de experiencia. Sus palabras eran dientes, su
significado, el mordisco. Y pinchaban. “No sé por qué me molesto.”
Él atravesó las sombras de la mañana, cegadas por la luz del sol, y estaba
sobre ella. Primero, fue el cinturón alrededor de su cuello. Luego, la falda
subida sobre su trasero. Su cuerpo presionado contra la pared, mientras su
cilindro era introducido desde atrás. Ella se balanceaba con sus manos,
evitando el daño, pero el cinturón le recordaba las limitaciones que él le
imponía. El empuje de su pene era como una mano maníaca dentro de una marioneta
rota. Él rastrilleaba su cuerpo arriba y abajo de la pared, la textura de
estalactita clavándose en su carne, mientras, ella gritaba los recuerdos y
lloraba de placer.
“También te quiero,” gruñó él, agarrando un puñado de pelo y empujando su
mejilla contra la pared. La empujó, la
sacudió y la penetraba, como si su cuerpo tuviera una deuda olvidada. Cada
movimiento la alejaba más y la introducía en nuevas profundidades. Ella le negó
su orgasmo hasta que su retórica física no le permitiera más argumentos.
Ella maldecía su nombre tras cada erupción muscular, pronto silenciada,
cuando su semen salpicó y apagó las brasas restantes.
Entonces, él la mantuvo en su sitio, besándola de nuevo, respirando con
ella, la paz del éxtasis lavando temporalmente los fantasmas de pasados
persistentes.
Hace tiempo, habían aprendido a amarse a través del odio.
Eso es atracción animal,si señor.
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