Le
encanta la sensación que la lava, cuando finalmente, ella se da cuenta de que
el paseo ha comenzado y ya no puede bajarse. No, hasta que él haya terminado
con ella.
Su voz
es profunda, su mirada penetrante y ella no es más que un haz de nervios.
Él se ríe
de la manera que ella comprende esta situación. Aquí, no hay palabras seguras. Palabras,
como, “Por favor, pare,” son como caramelos para él. Le atrajeron, alimentando su
lujuria retorcida.
En esos
momentos, todo se vuelve tan borroso que sus intenciones se vuelven claras. Ella
nunca puede decir si quiere que termine, o si está persuadiéndole con sus lágrimas
y súplicas, porque le necesita para que la lleve lejos, tanto como él necesita presionarla
hasta allí.
Esta sensación
de indefensión es una droga para ella. Quiere odiar cada momento, pero sigue soportando
porque no hay otra manera, sabiendo que el tramo que él pone ante ella debe ser
caminado. Cada bocado de su voluntad debe ser consumido por su bestia.
Ella necesita
escapar de su propio sufrimiento, pero es él, quien tiene el billete.
Hay que estar en el cerebro de una sumisa para entender el poder de esa dicotomía.
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