lunes, 16 de enero de 2017

Es la hora

Se arrodilló. Sus rodillas amortiguadas por la alfombra de felpa, de color oscuro. Esto era lo que, a ella le gustaba. Conocía su sitio. Sus manos se apoyaron con suavidad sobre los músculos de sus muslos. Su cabeza se inclinó hacia abajo. Nunca había sido una de las virtudes de ella. Entonces, lo conoció. Él tenía maneras de hacerla olvidar los minutos que habían pasado. Sólo ansiaba y esperaba los minutos que pasaba con él. Esos preciosos momentos, entre dos adultos. Con un entendimiento mutuo.

“Ahí está mi chica hermosa.” Le dijo.

En un mundo de blanco y negro, él le traía mucho color. Su respiración se anclaba en su garganta. Nerviosa, ella se lamía sus labios, degustando el sabor a miel de su lápiz balsámico. No importaba cuántas veces, ella se habría visto ahí, siempre la sentía como la primera vez. Mientras él daba vueltas por el espacio entre ambos, ella podía oír el borde del dobladillo de sus pantalones de vestir cepillar la parte superior de sus zapatos. Un clic suave y, luego, el silbido de su cinturón arrastrándolo por las trabillas de su pantalón, llegó a sus oídos. Olía a sándalo y almizcle. Su olor era embriagador. Más tarde, sería casi insoportable, cuando se mezclaba con el calor y el sudor.

“¿Has sido buena esta semana?” Ella no sabía lo que responder. Asintió con la cabeza. Nunca mirando hacia arriba. Sus ojos seguían abatidos, observando cómo su sombra cambiaba por el suelo cada vez que se acercaba. Cuando las puntas de sus zapatos de cuero traspasaron su línea de visión y su movimiento cesó, finalmente, miró hacia arriba. Era su señal. Nunca desobedecía. Su mano estaba tendida. Sus largos dedos la llamaban para que se uniera a él. El cinturón estaba envuelto alrededor de su mano izquierda. Sus dedos se agarraban de tal forma a sus nudillos que, casi, se volvieron blancos por la tensión.

Ella quería levantarse y tocar suavemente los delicados ventiladores de sus pestañas, mientras descansaban sobre la curvatura de su propia mejilla. Su rostro tenía dureza. Hablaba de experiencia. De cosas que él había visto. Cosas que lo habían convertido en el hombre que era hoy en día. Nunca la dejaba que se acercara demasiado. No en esta habitación. No durante el tiempo que estaban juntos. Aquí, él tenía el control. Ella le necesitaba, y se lo dio voluntariamente.

“Es la hora,” dijo. Ella levantó su mano izquierda a su derecha, la cual esperaba. Una vez que el primer golpe se produjo, fue eléctrico. Siempre la hacía saltar chispas. Ella quería que él fuera su chispa. Su voz era rica. No como el chocolate negro. Más como el expreso. Tenía su toque de gravedad. Ella anticipaba las palabras que más tarde le susurraría en el oído. Él era el único hombre que la había hecho alcanzar el Nirvana, sólo con sus palabras.

Ella desplegó su cuerpo y se puso de pie. Al principio, sus pasos eran inestables. Él siempre lo pasaba por alto. Gentilmente, la lleva a la cama tamaño King en el centro de la habitación. Había sido destapaba antes de este encuentro y lo único que había dejado, eran las sábanas. De satín blanco. Una vez, le preguntó por qué prefería el satín blanco. Su respuesta la hizo temblar. Le dijo que le gustaba ver las rosas sangrar en la nieve.

Su mano dejó caer la de ella. Ésta había perdido su tacto. Ya no la tocaba. No, hasta después de que estuviera saciado. Una vez más, se arrodilló. Esta vez fue en la cama. Sus dedos de los pies descansaban sobre el borde. Sus manos colocadas al lado de sus rodillas. Ella podía oírle detrás, preparándose. Su respiración se había intensificado. Pudo oír el cinturón desenredarse lentamente de la palma de su mano. Entonces, oyó el chasquido del cinturón cuando juntó los extremos. Ella se preparó. Con los ojos bien cerrados, y sus dientes mordiendo el labio inferior, esperaba el primero de muchos golpes por venir.

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