Se arrodilló. Sus
rodillas amortiguadas por la alfombra de felpa, de color oscuro. Esto era lo
que, a ella le gustaba. Conocía su sitio. Sus manos se apoyaron con suavidad
sobre los músculos de sus muslos. Su
cabeza se inclinó hacia abajo. Nunca había sido una de las virtudes de ella.
Entonces, lo conoció. Él tenía maneras de hacerla olvidar los minutos que
habían pasado. Sólo ansiaba y esperaba los minutos que pasaba con él. Esos
preciosos momentos, entre dos adultos. Con un entendimiento mutuo.
“Ahí está mi chica
hermosa.” Le dijo.
En un mundo de blanco y negro, él le traía mucho
color. Su respiración se anclaba en su garganta. Nerviosa, ella se lamía sus
labios, degustando el sabor a miel de su lápiz balsámico. No importaba cuántas
veces, ella se habría visto ahí, siempre la sentía como la primera vez.
Mientras él daba vueltas por el espacio entre ambos, ella podía oír el borde
del dobladillo de sus pantalones de vestir cepillar la parte superior de sus
zapatos. Un clic suave y, luego, el silbido de su cinturón arrastrándolo por
las trabillas de su pantalón, llegó a sus oídos. Olía a sándalo y almizcle. Su
olor era embriagador. Más tarde, sería casi insoportable, cuando se mezclaba
con el calor y el sudor.
“¿Has sido buena esta semana?” Ella no sabía lo que
responder. Asintió con la cabeza. Nunca mirando hacia arriba. Sus ojos seguían
abatidos, observando cómo su sombra cambiaba por el suelo cada vez que se
acercaba. Cuando las puntas de sus zapatos de cuero traspasaron su línea de
visión y su movimiento cesó, finalmente, miró hacia arriba. Era su señal. Nunca
desobedecía. Su mano estaba tendida. Sus largos dedos la llamaban para que se
uniera a él. El cinturón estaba envuelto alrededor de su mano izquierda. Sus
dedos se agarraban de tal forma a sus nudillos que, casi, se volvieron blancos
por la tensión.
Ella quería levantarse y tocar suavemente los
delicados ventiladores de sus pestañas, mientras descansaban sobre la curvatura
de su propia mejilla. Su rostro tenía dureza. Hablaba de experiencia. De cosas
que él había visto. Cosas que lo habían convertido en el hombre que era hoy en
día. Nunca la dejaba que se acercara demasiado. No en esta habitación. No
durante el tiempo que estaban juntos. Aquí, él tenía el control. Ella le
necesitaba, y se lo dio voluntariamente.
“Es la hora,” dijo. Ella levantó su mano izquierda a
su derecha, la cual esperaba. Una vez que el primer golpe se produjo, fue
eléctrico. Siempre la hacía saltar chispas. Ella quería que él fuera su chispa.
Su voz era rica. No como el chocolate negro. Más como el expreso. Tenía su
toque de gravedad. Ella anticipaba las palabras que más tarde le susurraría en
el oído. Él era el único hombre que la había hecho alcanzar el Nirvana, sólo
con sus palabras.
Ella desplegó su cuerpo y se puso de pie. Al
principio, sus pasos eran inestables. Él siempre lo pasaba por alto.
Gentilmente, la lleva a la cama tamaño King en el centro de la habitación.
Había sido destapaba antes de este encuentro y lo único que había dejado, eran
las sábanas. De satín blanco. Una vez, le preguntó por qué prefería el satín
blanco. Su respuesta la hizo temblar. Le dijo que le gustaba ver las rosas
sangrar en la nieve.
Su mano dejó caer la de ella. Ésta había perdido su
tacto. Ya no la tocaba. No, hasta después de que estuviera saciado. Una vez
más, se arrodilló. Esta vez fue en la cama. Sus dedos de los pies descansaban
sobre el borde. Sus manos colocadas al lado de sus rodillas. Ella podía oírle
detrás, preparándose. Su respiración se había intensificado. Pudo oír el
cinturón desenredarse lentamente de la palma de su mano. Entonces, oyó el
chasquido del cinturón cuando juntó los extremos. Ella se preparó. Con los ojos
bien cerrados, y sus dientes mordiendo el labio inferior, esperaba el primero de
muchos golpes por venir.
Extasiada.
ResponderEliminarCin.