Él puso el tablero entre ellos. Las piezas ensuciaban la superficie. Algunas
líneas, cortas. Otras, largas. No más de siete piezas a la vez. Líneas subiendo,
líneas bajando. Desde uno a otro lado, se mostraban ellas mismas. Palabras. Ninguno
de los dos tenían control. Fueron elegidas por las manos de ambos. No con los ojos
de ellos. Reemplazando a las letras que usaban. Una y otra vez. Desde el
interior de una bolsa de terciopelo negro.
No era así, como se suponía que iba a ser la noche para ellos. Ella anuló
su cita. A su vez, llamó a un Dominante amigo. Éste, un matemático durante el día.
Un maestro, por la noche. Con su cofre del tesoro, abierto en la habitación. Mostrando
sus herramientas del dolor. Tantos trucos. Podría haber sido un mago. Conjurante
del dolor. Ejecutante para muchas. Portador de muchos sombreros. Él estaba
probando que las palabras, llegaban a ella con facilidad. Un artífice de la
palabra en la clandestinidad. La engañó con una falsa sensación de seguridad.
Ella le dejó pasar. Cualquier mujer con pulso lo haría. Era un hombre
impresionante. Elegante con su chaleco y reloj de bolsillo. El reloj que su
obediente esclava le regaló en su cuarenta y cinco cumpleaños. La manera con la
que su pulgar frotaba la caja suave, cuando estaba pensando profundamente, la
hizo envidiarla. Sus cañas y látigos no la asustaban. Nunca ambos habían ido
por ese camino. Amigos, confidentes. Él no era de ella. Ésta, tampoco le pertenecía
a él.
“Esto no es una palabra.” Ella protestó, cuando se puso delante de ella. No,
él no recibiría esos treinta y ocho puntos. Sus dedos tiraban de su barba. En su
lugar, atusándose el cabello. Antes de retorcer el extremo de su bigote. ¡Qué
caballeroso! Su mente era la de un genio. Constantemente, diseccionaba al mundo
en ángulos y planos. Todo era lógico. Hasta para ponerse de pie delante de
ella, la informaba.
“Querida mía, si usted notara que es una palabra válida, tal vez, una con
la que no esté familiarizada, ¿quiere que la trate como si fuera un
diccionario?”
Presionando, presionando los botones, muy dentro de ella, estuvo a punto
de ponerse lívida. “¿Cómo se atreve este hombre a insinuarme que no sabía las
palabras?” pensaba ella. El interior bravucón de ésta eligió ese momento para
salir y jugar. Se le escapó el brazo. Las piezas y el tablero se esparcieron
por el suelo. Ella se hubiera arrepentido, si hubiera estado con su Dueño,
pero, no esta noche. En esta velada, no habría castigo para ella.
“Quería, si quisieras hacer otra cosa más, todo lo que tendrías que hacer,
permíteme que te enseñe. Ahora, ven aquí.”
Su mano levantó la mano de ella con suavidad. Con un cierto floreo, él se
inclinó y besó la punta de sus dedos. Ella conocía bien este acto. Él estaba
reprimiendo su verdadero ser. Estaba a punto y sabía cómo desactivar la situación.
Seducción. “Él será mío, aunque sólo sea durante estas horas oscuras,” pensaba
ella para sí.
“No, ven aquí. Agarró las mangas de la camisa de ella. De algodón flexible,
suave al tacto. Sus brazos tostados, expuestos bajo las mangas esposadas. Fuertes.
Los tendones y las venas se ramificaban hacia fuera, como las raíces de un árbol
a lo largo de su expansión. Los pies de ella retrocedieron lentamente hacia atrás.
Jalándolo con ella. A través del espacio de su apartamento. Camino del
dormitorio. Ella conocía su camino. Atraviéndose a mirarle a sus ojos. Éstos ardían,
detrás de sus gafas negras de cuerno.
El dorso de las rodillas de ella entraron en contacto con el borde de su
cama. Ella se sentó y le miró. La suavidad de la colcha cosquilleaba la carne
desnuda en la parte posterior de sus muslos. Su falda había sido subida, casi
exponiendo sus bragas blancas, de algodón. Las bragas significaban bastante
para alguien más. Él las cogería para hacerlas de su propiedad. Se dejó caer de
rodillas, entre sus piernas separadas. Sus largos dedos rodearon las rodillas
de ella. Separando aún más sus piernas. Permitiéndole dar testimonio de los
secretos que hay dentro.
“Cubierto de inocencia. Tu melocotón pecaminoso. No puedo esperar a probar
su dulzura. Arremolino su delicioso aroma alrededor de mi boca. Como un buen
vino, saborearé cada gota,” él le susurraba a ella lujuriosamente.
El algodón blanco estaba ahora empapado por completo. Un gemido fuerte
surgió de sus labios. El algodón desgarrado en sus mano. Ella seguía cantando: “Fólleme,”
una y otra vez en su cabeza, mientras trataba de averiguar si podía convertirse
en su obediente esclava. Él se quitó la gafas, para seguir adelante con lo que
acababa de decir.
“No, déjalos excitados.” Insegura por cómo ella había encontrado las
palabras. Mucho menos, la voz para emitir su petición. Él trajo una sonrisa a
su cara, concediéndola ese deseo. Su toque retornó. Esos dedos largos
levantaron su falda, exponiendo la longitud de sus piernas. Despacio, sin prisas.
A diferencia de ella, él no era un hombre para la gratificación instantánea. Un
empujón sobre el hombro de ella, le indicaba que se recostara. Antes que su
cabeza pudiera hacer contacto con la cama, su boca hizo su primer paseo.
“Hábleme groseramente,” le rogó. Ella iba a ser la equis en su ecuación. La
equis marca el sitio. Él no necesitaba un mapa para encontrar su tesoro. Yacía ante
él como un banquete ante un hombre hambriento. Sin pretensiones. Sin roles. Sólo
un hombre. Y una mujer. Mientras, sus labios danzaban a lo largo de la sensible
suavidad de sus muslos, sus palabras comenzaron a fluir. Palabras matemáticas,
palabras científicas. Palabras que ella no entendía. Respirando contra su
centro, él susurró el teorema de Pitágoras y ella, se había ido. Su cuerpo
empezó a revolotear. Sus piernas temblando con el acercamiento inminente de un
orgasmo. Ella se montó en esa ola y muchas más, antes de que la noche
terminara.
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