Ella
se pone tan suave y ligera, cuando se arrodilla. Es como si su mente estuviera
arrodillada también y el deseo de pensar por ella misma se disipara y se liberara
de cualquier problema haciendo que su alma se sintiera pesada. Despacio y con
suavidad, ella deriva hacia la seguridad de sus pensamientos de sumisa. Mi
fuerza inspira ese lugar en su mente y le permite sentirse en casa, arrodillándose
ante mí.
La
rigidez y el estrés que la hacen sentirse tensa e inquieta, simplemente,
desaparecen cuando ella está arrodillada. Sus brazos encuentran su camino hacia
una posición cruzada contra su espalda. Su cabeza se inclina y el pelo cae
suavemente sobre su hombro, esperando, anticipando mi siguiente instrucción.
Pero no de esa manera tensa y ansiosa de esperar, sino en su lugar, al estar
completamente a gusto y, en casa, en un momento de pura sumisión.
Su
mente es clara, su cuerpo suave y, mientras ella está arrodillada ante mí, su
belleza nunca es más refinada, nunca más aparente, no porque ella sea mía en
ese momento, sino porque el momento es por completo de ella.