El motor estaba apagado, el coche
aparcado bajo una multitud de robles, enterrado entre la media noche y las
sombras demasiado altas para ser testigos. Él miraba a través del parabrisas
hacia ella. Sus brazos estaban doblados, los ojos descifrando un código Morse
de luz de las estrellas sabiendo que ella nunca confesaría. Una miniatura de la
luz de la luna pintaba su piel con pinceladas blancas cremosas.
Ella era innegable.
En el asiento trasero, había bandas de
goma, de color azul y cortas. Cierres con cremalleras. Un collar de perro con
pinchos no destinados a ser visibles. Había cuchillos destinados a un negocio
serio que solamente aceptaba el sí por respuesta. Cadena. Una mordaza significaba
más que el silencio. Agua. Trapos de tienda.
Y él.
Abriendo la puerta, salió del vehículo a
un golpe de viento frío. “Lo haré.”
Las palabras se alzaron, flotaron y
luego se dispersaron bajo un silbido de viento.
“Bien,” ella dijo, señalando hacia la
puerta trasera. “Entra en el maldito coche.”
Había luz de luna en sus ojos. No
misericordia.
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