“¿Eres feliz con que te castigue?” él
preguntó.
“No,” ella se las arregló con las
lágrimas y el moco.
“¿Eres feliz de que sigamos?” él
preguntó.
“Sí,” ella dijo.
No es lo que ella quiso decir. No es lo
que debería haber dicho. Rojo es lo que debería haber dicho. O cualquier otra
frase que le hubiera permitido saber que ella quería parar la sesión. Pero no
lo hizo. Y, por lo tanto, la sesión continuó, mientras ella intentaba
arrastrarse hacia un espacio vacío en su cabeza.
La agarró por el pelo y le echó la
cabeza hacia atrás. Y cuando su rostro supo de que algo estaba profundo y
visceralmente equivocado, no estaba muy segura de lo que dijo, o ella debería
haber dicho. Sólo que terminó recostada sobre su pecho en la cama sollozando y
asintiendo con la cabeza arriba y abajo sobre su pecho, dando síes o noes como
respuestas a sus preguntas, porque no podía hablar.
Habían hablado, justo una hora antes,
sobre los límites y las palabras de seguridad. Acostada junto a la piscina en
la calidez del día, habían tenido una sesión la noche anterior. Habían
traspasado unos nuevos límites y ambos necesitaban reasegurarse de que no
habían ido demasiado lejos. Ella le dijo que, si una sesión era excesivamente
dura, tendría que usar su palabra de seguridad. Él la creyó. Ella se lo creyó.
Le preguntó si estaba decepcionado, dado
que no habían tenido la sesión tal como la habían hablado y planeado libremente
por correo electrónico. Él explicó con detalles y en términos inequívocos de que
no estaba decepcionado. Ella no podía decepcionarle. Lo importante no era
marcar la caja al lado de un conjunto de actividades. Ella era la protagonista
y era lo que importaba.
Y una hora más tarde, después de una
intensa sesión de castigo, ella perdió el contacto con todo eso.
En retrospectiva, deberían haber
negociado la sesión con más detalles. En retrospectiva, ambos cometieron
errores que podrían haber sido evitados. En retrospectiva, ambos deberían haber
hecho un montón de cosas. La retrospección es siempre más perspicaz. Todo lo sabe. Mejor. Mandón. A veces, ella
odia la perspectiva.
Antes habían tenido una sesión muy dura.
Previamente, él la había roto. Y él volvió a unir todas sus piezas. Era el
recuerdo favorito de ella. Pero, aquella primera vez fueron nuevos el uno para
el otro y habían negociado con claridad y amplitud. Estuvieron centrados en
explorarse el uno al otro. Tuvieron aquella sesión sin el peso de las
expectativas.
Ella no se había dado cuenta, en los
meses intermedios, mientras se escribían por email y hablaban por teléfono, que
el desarrollo de una conexión emocional con él, le daría miedo a decepcionarlo.
Y que ese temor a decepcionarle, tendría un túnel de regreso a un largo y
arraigado patrón infantil, de acuerdo con la autoridad, porque se esperaba.
Criada en una familia católica intensamente gobernada, creció dentro de las
sombras proyectadas por el miedo. Ella hacía lo que se esperaba. No importaba
si era significativo e importante. Lo interesante era lo que se esperaba. Y,
aunque no era cierto, ella creció temerosa de que ser amada significaba que era
cumplir con las expectativas.
Ninguno de los dos se había dado cuenta
de que la conexión a larga distancia les daría una falsa sensación de seguridad
sobre su capacidad de leer las necesidades del otro en los encuentros. Las
sesiones online para llevar el límite más allá, echándose de menos el uno al
otro, la mantenían con los pies en la tierra. Pero, la realidad virtual es
difícil. Le cautivaba la sensación de que intuitivamente ella sabía lo que quería,
lo que necesitaba y lo que sentía. Cuando, en realidad, era ella quien sentía
esas cosas, no él.
En muchos aspectos, ella era
irreconocible de la niña insegura, sin una voz que utiliza las reglas para
navegar por las expectativas. Era una profesional de alto nivel y asertiva.
Regañaba a la gente por vivir. Utilizaba palabras gruesas. Mucho. Se pasó
muchos años entrenando para karateka, aprendiendo a estar en su cuerpo,
aprendiendo cómo asaltar a otros sobre la colchoneta.
Si ella sabía cómo responder en un
combate de kárate, pensaba que sabía responder al golpe de un azote fuerte. En
los años que practicaba el kárate, los asaltos que ganó y perdió, le dieron una
idea de cómo controlar la intensidad física. Al principio, se sentía insegura. Había
muchos momentos, en los viejos tiempos, en los cuales, se perturbaba emocional
y físicamente. Pero, aprendió y creció. Pensaba que se conocía a sí misma.
Hasta que dejó de hacerlo.
Cuando dijo que podría usar su palabra
de seguridad, no se había imaginado una situación en la que sintiera que no
podría hablar.
Más tarde, cuando encontró sus palabras,
hablaron mucho. Decidieron retornar a la negociación activa. Decidieron usar
activamente el Sistema del Semáforo. La historia familiar de ella significa que
puede pasar momentos difíciles para encontrar y usar la palabra “no.” Para ella,
es algo sobre lo que tiene que trabajar, pero mientras tanto (una opción por el
sí, en lugar, de por el no), basado en eufemismos del color, es una opción
mejor. decir “rojo” o “amarillo” es menos complicado emocionalmente que decir “no.”
Como resultado, todavía está luchando
con lo que ella debería haber dicho. Es consciente que ninguno de los dos es
perfecto y ambos son un trabajo en progreso. Sin embargo, ella siente que perdió
una parte de sí misma. O esa parte de ella tenía grietas y fisuras que no sabía
que existían. Actualmente, está luchando porque, a veces, se siente como una
mujer joven que necesita tener todo bien para que alguien la ame.
Todo bien siempre... el miedo es peor que el color rojo
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