Con los ojos cerrados, las muñecas atadas con gruesos brazaletes de cuero,
ella nadaba en el éxtasis de su posesión. Sus lágrimas de sirena se ahogaban en el lubricado chorrito de su pene que se
clavaba en ella. El golpe de su ingle, impactando contra sus labias frágiles.
Su cuerpo se deslizaba y tiraba contra las sábanas con tal intensidad que, la
fricción mordía y quemaba su carne.
Él la usó sin disculpa. Era una advertencia. Un calentamiento perineal de
su piel.
La dura advertencia de su eyaculación la presionó. Ella gritó, desgarrando
el tejido, al que se agarraba para poder llegar, canalizando el caos cinético
que se había apoderado de su sistema nervioso. El ardor la llenaba, los restos
goteaban por debajo de su coño, y sobre su pierna, en riachuelos lechosos.
“¿Estás preparada?” él preguntó, trazando la mancha sin marcar en su
espalda. Debajo de sus gruesos callos, había ternura en ese tacto. La delicadeza
no duraría mucho.
“Sí,” ella dijo, asintiendo. La punta de sus dedos despertaron sus
terminaciones nerviosas, recordándola de lo que iba a venir. Siete años, ella
pensó.
Ella sintió su peso levantándose de la cama. Siete años, siete marcas. A partir
de ese momento, seis cicatrices se alinearon en su espalda – finas rayas de
plata de dos milímetros por diez. Celosias de colágeno que colectaban tiempo y
cantaban su folclore, dispuestas verticalmente como peldaños de escalera sin
marco exterior.
“Era su escalera para ella,” él dijo una vez. Puesto que nunca pudo
penetrarla por completo, él tenía que mantenerse escalando, subiendo. Sonaba
como una canción, una sinfonía preciosa, arreglada exclusivamente para ella. En
todos estos años, nunca había conocido el instrumento de sus marcas. El dolor
era brillante, exquisito, miles de días de angustia condensada en el ancho de
una cuerda de violín. Cuando terminó su trabajo, él se dirigió hacia ella. La
sostenía. Le susurró, hasta que el dolor se desvaneció. La herida curada y su
marca, era todo lo que quedaba.
Más tarde, esa misma noche, él se pintaría de la misma manera. Él lo hizo,
explicó, de modo que, si alineaba sus cicatrices entre las de ella, formarían
una sola raya unificada. Un símbolo de la terminación.
Nunca podrían estar enteros, si alguna vez estuvieran solos.
A ella, nunca le permitió ver su auto escarificación o cuidar de él en
reciprocidad de su bondad. “Su dolor,” dijo, “no era para que ella lo supiera.”
Esta noche, ambos serían el número siete, ella pensó. Ella volvió a sentir
su peso sobre la cama.
“Ahora,” dijo él.
Ella se preparó. Acabaría rápidamente. Atemperada por la experiencia,
calentada por el fluido seminal, todavía llenándose y goteando de ella, ésta ya
había pasado el dolor, esperando para el número ocho…
La angustia merecía la pena cada segundo, cada mes, cada año. Su amor era arte. La piel era su
tapiz. Todos los artistas sufren.
Cuando el resplandor brillante y blanco iluminó la oscuridad detrás de sus
párpados, sintió que la obra maestra, en constante evolución, celebraba su
genio en un festival de carne, lujuria y
dolor.
Una narración excelente!
ResponderEliminarGracias, anacoreta
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