martes, 14 de febrero de 2017

Simetría de la cicatriz

Con los ojos cerrados, las muñecas atadas con gruesos brazaletes de cuero, ella nadaba en el éxtasis de su posesión. Sus lágrimas de sirena se ahogaban en  el lubricado chorrito de su pene que se clavaba en ella. El golpe de su ingle, impactando contra sus labias frágiles. Su cuerpo se deslizaba y tiraba contra las sábanas con tal intensidad que, la fricción mordía y quemaba su carne.

Él la usó sin disculpa. Era una advertencia. Un calentamiento perineal de su piel.

La dura advertencia de su eyaculación la presionó. Ella gritó, desgarrando el tejido, al que se agarraba para poder llegar, canalizando el caos cinético que se había apoderado de su sistema nervioso. El ardor la llenaba, los restos goteaban por debajo de su coño, y sobre su pierna, en riachuelos lechosos.

“¿Estás preparada?” él preguntó, trazando la mancha sin marcar en su espalda. Debajo de sus gruesos callos, había ternura en ese tacto. La delicadeza no duraría mucho.

“Sí,” ella dijo, asintiendo. La punta de sus dedos despertaron sus terminaciones nerviosas, recordándola de lo que iba a venir. Siete años, ella pensó.

Ella sintió su peso levantándose de la cama. Siete años, siete marcas. A partir de ese momento, seis cicatrices se alinearon en su espalda – finas rayas de plata de dos milímetros por diez. Celosias de colágeno que colectaban tiempo y cantaban su folclore, dispuestas verticalmente como peldaños de escalera sin marco exterior.

“Era su escalera para ella,” él dijo una vez. Puesto que nunca pudo penetrarla por completo, él tenía que mantenerse escalando, subiendo. Sonaba como una canción, una sinfonía preciosa, arreglada exclusivamente para ella. En todos estos años, nunca había conocido el instrumento de sus marcas. El dolor era brillante, exquisito, miles de días de angustia condensada en el ancho de una cuerda de violín. Cuando terminó su trabajo, él se dirigió hacia ella. La sostenía. Le susurró, hasta que el dolor se desvaneció. La herida curada y su marca, era todo lo que quedaba.

Más tarde, esa misma noche, él se pintaría de la misma manera. Él lo hizo, explicó, de modo que, si alineaba sus cicatrices entre las de ella, formarían una sola raya unificada. Un símbolo de la terminación.

Nunca podrían estar enteros, si alguna vez estuvieran solos.

A ella, nunca le permitió ver su auto escarificación o cuidar de él en reciprocidad de su bondad. “Su dolor,” dijo, “no era para que ella lo supiera.”

Esta noche, ambos serían el número siete, ella pensó. Ella volvió a sentir su peso sobre la cama.

“Ahora,” dijo él.

Ella se preparó. Acabaría rápidamente. Atemperada por la experiencia, calentada por el fluido seminal, todavía llenándose y goteando de ella, ésta ya había pasado el dolor, esperando para el número ocho…

La angustia merecía la pena cada segundo, cada mes,  cada año. Su amor era arte. La piel era su tapiz. Todos los artistas sufren.

Cuando el resplandor brillante y blanco iluminó la oscuridad detrás de sus párpados, sintió que la obra maestra, en constante evolución, celebraba su genio en un festival de carne, lujuria y dolor.

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