“Mujer,
¿por qué me estás haciendo esperar?”
Molesto, no habría sido la palabra correcta para describir el
tono que él utilizó. Quizás, crucial.
Cerca del punto de ebullición. Casualmente, ella lo dejó en blanco. No es
normal que haga esto. No es algo que ella practicara. Siguió golpeando las
llaves. Esos objetos pequeños y suaves. Piezas que tan cariñosamente acaricia.
Cada una, decorada con una letra blanca.
A sí misma, le encantaba cómo sus dedos se movían entre ellas. Rápidos y
despacio. Saboreando las palabras que aparecieron entre las puntas de sus
dedos. Viéndolas tomar forma en la pantalla delante de ella. La única luz en la
habitación era la pantalla. Y, las velas. No debemos olvidar las velas. Las
velas que él encendió y estratégicamente colocó alrededor de la habitación.
Llenando el aire con un rico sabor a vainilla. Su toque de romancero. Su regalo
para ella esta noche. Y, le sigue esperando.
“Sólo unas
pocas frases más. Entonces, estaré bien lista.” Sus dientes se apoderaron de su labio inferior. Tendría que
pagar un infierno. No le importaba. Incluso, pagaría un barquero por un paseo
seguro por el río, si él me enviara allí. No estaba completa. No podía marcharse
hasta que terminara. Sólo bien. Tenía que ser perfecto. Se estaba convirtiendo
en una esclava de la historia. La historia que ella tenía que contar. Ahora
mismo. En este mismo instante. Si no hay ojos, excepto los míos.
Oyó el
zumbido del flogger detrás de ella. El tiempo controlado. La figura de un ocho
en formación. Ida y vuelta. A lo largo de las sábanas de algodón egipcio azul
de medianoche que él escogió sádicamente. Extravagante. Pronto estarían
arruinados. Metódicamente. Esas pequeñas colas burlandose. Como sirenas
cantando una canción triste. Ellas también la esperaban. Desesperadas por el
contacto. Desesperadas por sus gritos, desesperadas por su sumisión.
Esa noche,
él llevaba la camisa que despreocupadamente ella llamaba Lord Byron. Era una prenda
de poeta. Blanca y con volantes. Éstos no le impedían disuadirle de su
descarada masculinidad. La única poesía que escribió fueron las líneas en
relieve sobre su lienzo en blanco. La rotura de los vasos sanguíneos bajo su piel. Su tinta. Sus pantalones de
cuero negro colgaban de forma desordenada desde la estrechez de sus caderas. El
cinturón favorito de ella los aseguraba cómodamente.
Odiándola
en broma. A su vez, deseándole que la visitara esa noche. Sus botas. ¡Las
espuelas de mierda! Antes, ya las había sentido contra su hombro. Manteniéndola
boca abajo. Cuando le había sido desafiante. Su equipamiento establecía el
escenario. Ésta no sería una noche para ella, aún sabiendo que le dio confianza
para continuar. Si ella tuviera que pagar su peaje, tendría que ganárselo.
“¡Suficiente!”
Su mano se estrelló contra la mesa que estaba al lado de ella. Ésta saltó de
nuevo en su silla y miró a su mano. ¡oh, sí! Esta noche iba a doler. Ella hizo
clic. No, sus dedos chasquearon. Contra las últimas pocas tiras. Como las
ráfabas de fuego de una ametralladora, el ruido llenaba la habitación. El puño
de su mano contra la tapa de cristal de la mesa. Su cabeza fue echada hacia
atrás. La tenía cogida por su cabello. Su otra mano la había enredado
sigilosamente en sus trenzas. Con la
cabeza inclinada, ella encontró su mirada. Sus ojos de esmeralda la
detellaron. El tic de su mandíbula demostraba que la paciencia ya no estaba con
él. Aquella virtud se había ido sigilosamente por la puerta.
“Pero…” Su
mano se levantó de la mesa. Levantó despacio y con suavidad la mejilla de niña.
Dos de sus largos dedos se deslizaron entre la humedad de sus gruesos labios.
Deteniendo que fluyeran las palabras siguientes. Ella no estaba siendo una
mocosa. Haciendo una mueca interior, extendió su lengua a lo largo de sus
dedos. Sus labios se cerraron alrededor de ellos. Bromeando, mientras los
chupaba. Pretendiendo que fueran otra parte de su anatomía.
“Si le
encanta, ellos lo disfrutarán. Ahora, soy tu audiencia y voy a darte recuerdos,
guapa.”
Como un
faro brillante en la noche. Él la condujo por el camino correcto. Todo lo que
la importaba era estar aquí. En este momento. En esta habitación. Con él. Su
toque. Compartiendo el aire. Su castigo. Su recompensa. Su placer. Su regalo.
Ella era de él.. Él era de ella. Nada más le importaba. No fuera. Nadie más
echaría una mirada por dentro. Sólo un vistazo. Pues, nadie sabía de la magia.
La magia de sus manos. Su cuerpo. Se lo daría y ella forjaría las palabras para
contar la historia. Pero, sin él, no habría historia.
“Ahora,
ponte de pie ante la mesa, inclínate, separa tus piernas y tu culo, ahí. Así
puedo recordarte que eres mía. Sólo mía. Y no de él.”
Un relato excitante y muy sensual.
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