miércoles, 15 de febrero de 2017

Sólo mía

“Mujer, ¿por qué me estás haciendo esperar?”  

Molesto, no habría sido la palabra correcta para describir el tono que él utilizó. Quizás, crucial. Cerca del punto de ebullición. Casualmente, ella lo dejó en blanco. No es normal que haga esto. No es algo que ella practicara. Siguió golpeando las llaves. Esos objetos pequeños y suaves. Piezas que tan cariñosamente acaricia. Cada una, decorada con una letra blanca. A sí misma, le encantaba cómo sus dedos se movían entre ellas. Rápidos y despacio. Saboreando las palabras que aparecieron entre las puntas de sus dedos. Viéndolas tomar forma en la pantalla delante de ella. La única luz en la habitación era la pantalla. Y, las velas. No debemos olvidar las velas. Las velas que él encendió y estratégicamente colocó alrededor de la habitación. Llenando el aire con un rico sabor a vainilla. Su toque de romancero. Su regalo para ella esta noche. Y, le sigue esperando.

“Sólo unas pocas frases más. Entonces, estaré bien lista.” Sus dientes se apoderaron de su labio inferior. Tendría que pagar un infierno. No le importaba. Incluso, pagaría un barquero por un paseo seguro por el río, si él me enviara allí. No estaba completa. No podía marcharse hasta que terminara. Sólo bien. Tenía que ser perfecto. Se estaba convirtiendo en una esclava de la historia. La historia que ella tenía que contar. Ahora mismo. En este mismo instante. Si no hay ojos, excepto los míos.

Oyó el zumbido del flogger detrás de ella. El tiempo controlado. La figura de un ocho en formación. Ida y vuelta. A lo largo de las sábanas de algodón egipcio azul de medianoche que él escogió sádicamente. Extravagante. Pronto estarían arruinados. Metódicamente. Esas pequeñas colas burlandose. Como sirenas cantando una canción triste. Ellas también la esperaban. Desesperadas por el contacto. Desesperadas por sus gritos, desesperadas por su sumisión.

Esa noche, él llevaba la camisa que despreocupadamente ella llamaba Lord Byron. Era una prenda de poeta. Blanca y con volantes. Éstos no le impedían disuadirle de su descarada masculinidad. La única poesía que escribió fueron las líneas en relieve sobre su lienzo en blanco. La rotura de los vasos sanguíneos  bajo su piel. Su tinta. Sus pantalones de cuero negro colgaban de forma desordenada desde la estrechez de sus caderas. El cinturón favorito de ella los aseguraba cómodamente.

Odiándola en broma. A su vez, deseándole que la visitara esa noche. Sus botas. ¡Las espuelas de mierda! Antes, ya las había sentido contra su hombro. Manteniéndola boca abajo. Cuando le había sido desafiante. Su equipamiento establecía el escenario. Ésta no sería una noche para ella, aún sabiendo que le dio confianza para continuar. Si ella tuviera que pagar su peaje, tendría que ganárselo.

“¡Suficiente!” Su mano se estrelló contra la mesa que estaba al lado de ella. Ésta saltó de nuevo en su silla y miró a su mano. ¡oh, sí! Esta noche iba a doler. Ella hizo clic. No, sus dedos chasquearon. Contra las últimas pocas tiras. Como las ráfabas de fuego de una ametralladora, el ruido llenaba la habitación. El puño de su mano contra la tapa de cristal de la mesa. Su cabeza fue echada hacia atrás. La tenía  cogida por su  cabello. Su otra mano la había enredado sigilosamente en sus trenzas. Con la  cabeza inclinada, ella encontró su mirada. Sus ojos de esmeralda la detellaron. El tic de su mandíbula demostraba que la paciencia ya no estaba con él. Aquella virtud se había ido sigilosamente por la puerta.

“Pero…” Su mano se levantó de la mesa. Levantó despacio y con suavidad la mejilla de niña. Dos de sus largos dedos se deslizaron entre la humedad de sus gruesos labios. Deteniendo que fluyeran las palabras siguientes. Ella no estaba siendo una mocosa. Haciendo una mueca interior, extendió su lengua a lo largo de sus dedos. Sus labios se cerraron alrededor de ellos. Bromeando, mientras los chupaba. Pretendiendo que fueran otra parte de su anatomía.

“Si le encanta, ellos lo disfrutarán. Ahora, soy tu audiencia y voy a darte recuerdos, guapa.”

Como un faro brillante en la noche. Él la condujo por el camino correcto. Todo lo que la importaba era estar aquí. En este momento. En esta habitación. Con él. Su toque. Compartiendo el aire. Su castigo. Su recompensa. Su placer. Su regalo. Ella era de él.. Él era de ella. Nada más le importaba. No fuera. Nadie más echaría una mirada por dentro. Sólo un vistazo. Pues, nadie sabía de la magia. La magia de sus manos. Su cuerpo. Se lo daría y ella forjaría las palabras para contar la historia. Pero, sin él, no habría historia.

“Ahora, ponte de pie ante la mesa, inclínate, separa tus piernas y tu culo, ahí. Así puedo recordarte que eres mía. Sólo mía. Y no de él.”

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